La Revolución francesa (en francés, Révolution française) fue un conflicto social y político, con diversos periodos de violencia, que convulsionó Francia y, por extensión de sus implicaciones, a otras naciones de Europa que enfrentaban a partidarios y opositores del sistema conocido como el Antiguo Régimen.

FINALES DEL SIGLO XVIII
Acabó con el Antiguo Régimen y consagró la libertad y la igualdad ante la ley, bases del actual Estado de derecho. Con ella se inicia la Edad Contemporánea.
La toma de la Bastilla se produjo en París el martes 14 de julio de 1789. A pesar de que la fortaleza medieval conocida como la Bastilla solo custodiaba a siete prisioneros, su caída en manos de los revolucionarios parisinos supuso simbólicamente el fin del Antiguo Régimen y el punto inicial de la Revolución francesa.
La Revolución Francesa de 1789 representó el fin de un mundo, lo que luego se llamaría Antiguo Régimen, y el inicio de otro, una época moderna que en cierto modo sigue siendo la actual. Luis XVI encarnó en su tragedia personal la contradicción irresoluble entre las dos épocas. Convencido de que reinaba sobre los franceses en virtud de un derecho divino, y que por tanto no tenía que rendir cuentas de sus actos ante nadie, Luis se enfrentó a una situación totalmente nueva que nunca llegó a comprender, debatiéndose entre su personalidad afable y acomodaticia y el parecer de sus consejeros más autoritarios, entre ellos su esposa María Antonieta.
Aceptó de mala gana la convocatoria en 1788 de una asamblea estamental para discutir la crisis financiera de la monarquía, pero no creyó que la iniciativa fuera a tener consecuencias. Así, cuando se produjo el asalto popular contra la Bastilla, verdadero detonante de la Revolución, no consideró que el episodio tuviera suficiente importancia como para anotarlo en su diario personal. Los hechos enseguida le hicieron ver su error.
INVASIÓN DE VERSALLES

Unas semanas después,el Palacio de Versalles era invadido por la masa revolucionaria, y Luis y María Antonieta eran llevados a París, donde se vieron obligados a actuar como reyes constitucionales. Tras el fracaso de su intento de huida en 1791, la hostilidad contra la monarquía se acentuó, hasta la insurrección de 1792 y la puesta en marcha del Terror revolucionario, una de cuyas primeras víctimas fue el mismo Luis XVI, guillotinado en 1793. Con esta ejecución y la proclamación de la República, los revolucionarios creían haber puesto fin a lo que veían como una larga época de opresión del pueblo por los reyes y la aristocracia, inaugurando una era de libertad, de igualdad y de fraternidad, como rezaba la principal máxima inspiradora de la revolución.
En la práctica, el desarrollo de la Revolución estuvo lejos de los sueños idealistas de los pensadores ilustrados. La guerra exterior, la lucha de partidos y la persecución implacable del adversario en el interior crearon una situación insostenible, que sólo se remedió con el establecimiento de un nuevo tipo de monarquía, la de Napoleón.
La lección de la Revolución Francesa que los latinoamericanos hemos malinterpretado

La Revolución Francesa (1789-1799) fue uno de los períodos clave de la historia de la humanidad que moldearía no solamente el destino de un país, sino el de un continente y el del mundo entero. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad se erigieron en este contexto de ebullición, cambios y, para muchos, absoluta incertidumbre.
Si bien es cierto que los derechos que hoy protegen a los individuos no conocieron su puntapié inicial con la Revolución Francesa (tal vez ese honor le corresponda a la Magna Carta, Inglaterra, 1215, que influenciara luego la Constitución de Estados Unidos), sí es innegable que esta los universalizó a través de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en agosto de 1789.
Sin embargo, la Revolución Francesa no es esencial a nuestro conocimiento solamente por sus aspectos positivos, sino por su elevado costo en vidas y, paradójicamente, en las libertades de aquellos que sí lograron vivir.
Durante el sangriento proceso revolucionario, la libertad de expresión no era pan de todos los días. La libertad de culto fue completamente erradicada del suelo francés. En este sentido, quizás el caso más notorio sea el de la Vendeé, al oeste de Francia, en el que más de 150.000 campesinos “contrarrevolucionarios” (católicos) murieron entre 1795 y 1796, producto de distintos conflictos bélicos a los que se sumaron luego simpatizantes promonárquicos con apoyo británico.
En su libro El genocidio franco-francés, el historiador Reynald Secher afirmaría que los caídos en las guerras de la Vendeé fueron víctimas de “el primer genocidio moderno” e inició una campaña para que se le reconozca legalmente como tal.
No obstante, quizás la lección más importante que nos deja la Revolución Francesa es cómo lo que inicialmente se presenta como una idea buena o medida necesaria, puede rápidamente convertirse en un caos absoluto, en el cual solo la censura, la tiranía y la muerte germinan.

No es el objetivo de estos párrafos disminuir la innegable contribución de parte de los revolucionarios a la hora de finalmente erradicar el absolutismo y el feudalismo, sino demostrar que, como sucedería en incontables ocasiones a lo largo de nuestra historia, un extremismo fue reemplazado por otro; y cómo (irónicamente en el caso francés) la reacción le ganó la pulseada a la razón.
Las intenciones, en un principio, eran muy familiares a tantos discursos que oímos hoy: llevar el pan al pueblo galo. El Estado había aumentado tanto gastos como impuestos (de los cuales la nobleza y el clero estaban exentos) y el pan y los cereales se volvieron prácticamente impagables. Para colmo de males, una serie de malas cosechas provocaron escasez.
La campaña olía a hambre y a desesperación, mientras que Versalles permanecía en su burbuja de lujo y despilfarro.
Cuatro años después de la Toma de la Bastilla, símbolo del poder monárquico, comenzaría El Terror, con Robespierre a la cabeza, el período más sangriento de la Revolución. Alzar la voz en contra de este nuevo proceso bien podía valer un viaje a la guillotina. El miedo y la violencia se apoderaron de Francia.

Quizás la cara más desgarradora de esta etapa fue que, para el campesino común, la vida no mejoró. El hambre se erigía inamovible, cual sombra maldita y eterna de los tiempos.
El resultado de tanto horror y desconcierto fue el esperable (por aquello de que un extremo reemplaza al otro) y a solo once de años de haber decapitado a un Rey, los franceses coronaban a un emperador.
La Revolución Francesa resulta fascinante porque logra rasgar las telas del tiempo y llegar hasta nosotros con un mensaje que seguimos eligiendo no ver: no importa cuán noble pueda aparentar ser una causa, todo se nos puede ir rápidamente de las manos. Los revolucionarios regularon el lenguaje, la fe, retorcieron la noción de justicia y callaron, sangre mediante, a toda voz detractora. En un año, más de 1.300 personas morirían solo en la guillotina.
Cuando se estudian casos como los de Cuba y Venezuela, el paralelismo no resulta imposible. Y, lo que es incluso peor, a corto plazo, los pronósticos no son particularmente optimistas.
Para que la historia no esté necesariamente condenada a repetirse, es menester analizarla y desguazarla hasta comprenderla. El gran temor de los tiranos, sea cual sea el lado en el que estén, es la libertad. En la libertad yace la verdadera revolución.
Las nociones de izquierda y de derecha conllevan de forma implicita una oposición en política. Ambos términos nacen en la Francia de 1789, durante el inicio de la revolución francesa, para posteriormente extenderse a gran parte de los sistemas políticos del mundo.

El Candelabro. Iluminando Mentes
Descubre más desde REVISTA LITERARIA EL CANDELABRO
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
