Los romanos admiraron tanto a los gatos que en el siglo I d.C. dictaron, como antes lo habían hecho los egipcios, una serie de leyes para protegerlos.
Sabemos que los perros eran mascotas muy apreciadas por los romanos, y que su presencia entre las filas, al lado de los militares, era algo muy habitual. No obstante, los gatos también se ganaron ese privilegio. Hoy día es sabido que los militares romanos se llevaban gatos en sus mochilas al irse de campaña.
El objetivo principal de los felinos era comerse a los muchos roedores que habitaban en los campamentos y cuarteles. Este modus operandi no solamente tenía que ver con medidas de higiene y salud pública, sino que también era una forma de proteger los alimentos esenciales, como el grano.
Por otra parte, el gato resultaba ser una buena compañía y distracción para los legionarios. Hay correspondencia, tanto de centuriones como de tribunos, en la que es descrita, con alguna ternura, la relación que estos hombres mantenían con sus mascotas a las que se referían por sus nombres. Incluso sabemos que muchas de estas mascotas, al morirse durante la campaña, eran cremadas y sus cenizas recogidas en una pequeña bolsa que se convertía en un amuleto para su dueño.
Así, los militares romanos, desde el simple legionario al oficial, tomaron por costumbre llevarse un “felem” en su equipaje para hacerles compañía y no sentirse tan solos hasta la vuelta al hogar.
Según también nos relata el naturalista romano Plinio “el viejo”, el gato era muy apreciado precisamente por su espíritu independiente. Los romanos se dejaban cautivar no solamente por la belleza y elegancia del gato (y por eso está bien representado en los mosaicos romanos), sino también por sus dotes de cazador.
El propio Octavio Augusto definía a su gata blanca de Angora como: “Noble y refinada. Delicada e independiente de espíritu”.
El Candelabro. Iluminando Mentes.