En el remoto pueblo de San Pascual, donde las tormentas parecen susurrar secretos, la Mansión de los Alabastros se erige como un monumento al miedo. Su oscura historia, tejida con hilos de tragedia y misterio, ha llevado a muchos a cuestionar la línea entre la vida y la muerte. Isabel, una intrépida niña de doce años, desafía las advertencias de sus amigos y cruza el umbral de la mansión, creyendo que los fantasmas son solo cuentos de viejas. Sin embargo, al enfrentar un espectro nacido de antiguos rencores, descubre que algunas leyendas son más reales y peligrosas de lo que jamás imaginó.
El CANDELABRO.ILUMINANDO MENTES


Imágenes DALL-E de OpenAI
La Maldición del Espectro de las Sombras
Era una noche tormentosa en el pequeño pueblo de San Pascual, un lugar apartado del resto del mundo, conocido solo por los cuentos que se contaban sobre los extraños sucesos que ocurrían en sus callejones y en sus casas antiguas. Entre las casas más viejas, había una que los aldeanos evitaban incluso mirar. Se trataba de la Mansión de los Alabastros, una casona en ruinas que, según se decía, había sido testigo de tragedias incontables.
Se contaba que en sus muros vivía un espectro, una entidad nacida de un mal tan antiguo que nadie podía recordar exactamente cuándo comenzó. Lo único que se sabía con certeza era que quienes entraban a la mansión no volvían a ser los mismos… si es que lograban salir.
Isabel, una niña de apenas doce años, no creía en esas historias. Ella era valiente, siempre buscando aventuras en lugares donde otros solo veían peligro. Sin embargo, sus amigos no compartían su espíritu intrépido. Ellos la advertían, recordándole el destino de los pocos valientes que osaron poner un pie en la vieja mansión. No obstante, una noche, impulsada por la curiosidad, Isabel decidió que era el momento de desafiar la leyenda. Nadie iba a decirle qué podía o no podía hacer.
La luna llena apenas se vislumbraba entre las nubes cuando Isabel cruzó el umbral de la Mansión de los Alabastros. Al entrar, el frío la envolvió como una garra helada. Las velas, encendidas sin razón aparente, proyectaban sombras danzantes en las paredes descascaradas, y los muebles estaban cubiertos de una capa de polvo tan gruesa que cada paso suyo parecía despertar a la propia casa. Sin embargo, lo que más llamó su atención fue el silencio opresivo, un silencio tan denso que parecía que hasta el viento se negaba a entrar allí.
A medida que Isabel avanzaba por los largos pasillos, sintió una presencia. Al principio pensó que era solo su imaginación, pero pronto se dio cuenta de que algo más la observaba desde las sombras. Sentía como si unos ojos fríos e invisibles la siguieran en cada rincón de la casa. De repente, escuchó un ruido seco, como si un libro cayera al suelo en la habitación de al lado. El sonido la hizo detenerse en seco, y su corazón comenzó a latir con fuerza.
Cuando giró la esquina para investigar, lo vio.
Allí, flotando en la penumbra de un pasillo oscuro, estaba una figura espectral. Parecía humano, pero su forma era indistinta, como si su cuerpo estuviera hecho de una niebla densa y sucia. Sus ojos eran dos orbes brillantes y vacíos, clavados en ella, sin parpadear. De su boca abierta no surgía un grito, sino un vacío insondable que absorbía todo sonido a su alrededor.
Isabel sintió cómo sus piernas se paralizaban por el terror. El espectro comenzó a moverse hacia ella, flotando lentamente, sus manos cadavéricas extendidas como si estuviera deseoso de tocarla. Un viento helado la envolvió, haciendo que los candelabros parpadearan y los libros y objetos se alzaran flotando en el aire, girando caóticamente a su alrededor. Las paredes, repletas de antiguas pinturas de retratos, parecían cobrar vida, observándola, sus rostros deformándose en muecas de terror.
En ese instante, Isabel supo que había cometido un terrible error. El espectro no era una simple leyenda. Era real, y ahora la había marcado. Sin pensarlo dos veces, corrió, con el corazón desbocado, hacia la salida. Pero por más que corría, la casa parecía jugar con ella. Los pasillos se alargaban, las puertas desaparecían, y los objetos volaban a su alrededor como si quisieran detenerla.
El espectro seguía tras ella, acercándose con cada segundo que pasaba. Isabel sentía cómo el frío de la muerte se apoderaba de su cuerpo, y en un último grito desesperado, empujó una puerta que la llevó a una habitación llena de velas y libros que flotaban en el aire, girando como si estuvieran bajo el control de una fuerza invisible. El terror en su rostro era palpable, y su grito resonó en las paredes mientras el espectro entraba en la habitación.
Justo cuando parecía que todo estaba perdido, Isabel tropezó, cayendo al suelo. Al mirar hacia atrás, vio al espectro más cerca que nunca, sus ojos brillando intensamente con una furia que parecía traspasarle el alma. Las velas a su alrededor se apagaban una por una, dejando la habitación en una penumbra apenas iluminada por el brillo espectral de su perseguidor.
Con un último aliento de desesperación, Isabel logró levantarse y correr hacia la salida, sus pies descalzos golpeando el suelo cubierto de libros caídos. Justo cuando cruzó el umbral de la mansión, la puerta se cerró violentamente detrás de ella, como si la casa misma la hubiera dejado ir solo por un capricho. Afuera, bajo la luz mortecina de la luna, Isabel cayó al suelo, exhausta, jadeando, sintiendo aún la presencia del espectro detrás de ella, como si su sombra se hubiera quedado con ella para siempre.
Aunque había escapado de la mansión, el pueblo ya no fue el mismo para Isabel. Los aldeanos notaron cómo su rostro había perdido la vida y cómo sus ojos, antes llenos de curiosidad, ahora estaban vacíos y oscuros, igual que los del espectro que la había perseguido. La mansión, según decían, había reclamado otra alma, y aunque Isabel caminaba entre ellos, todos sabían que su espíritu había quedado atrapado para siempre en la oscuridad de la casa.
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