A lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, las mujeres desempeñaron un papel crucial en la práctica médica, desafiando las normas sociales y el creciente monopolio de la medicina institucionalizada. En monasterios, hospitales y comunidades rurales, ejercieron como sanadoras, parteras y cuidadoras, manejando saberes transmitidos de generación en generación. A pesar de las crecientes restricciones impuestas por las universidades, su impacto en la atención sanitaria de la época fue profundo y subestimado.
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La Práctica Médica de las Mujeres en la Edad Media e Inicio del Renacimiento: Un Espacio de Resistencia y Saber
A lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, la práctica médica femenina fue un espacio complejo y contradictorio, donde las mujeres desarrollaron roles de sanadoras en medio de crecientes restricciones sociales e institucionales. Aunque en las sociedades medievales y renacentistas predominaban los discursos que relegaban a las mujeres a esferas domésticas y les negaban derechos formales, en la práctica muchas de ellas lograron insertarse en el ámbito de la salud, ya sea como cuidadoras en sus hogares, como monjas en monasterios o como profesionales autodidactas en entornos rurales y urbanos. Este ensayo explora cómo, a pesar de los obstáculos crecientes, las mujeres desempeñaron un papel fundamental en la medicina medieval y renacentista, desarrollando y transmitiendo conocimientos que les permitieron mantener un grado de autonomía y respeto en su comunidad.
La medicina medieval estaba fuertemente vinculada a las estructuras monásticas, donde las mujeres monjas tuvieron un rol activo en el cuidado de enfermos. Si bien la narrativa tradicional se centra en los monasterios masculinos, los femeninos surgieron prácticamente al mismo tiempo y sus monjas recibían formaciones comparables en muchas áreas, incluida la medicina. Estos monasterios se convirtieron en centros de saber para las mujeres, espacios donde podían dedicarse a la lectura y escritura de textos, incluidas las obras médicas grecolatinas. No es un error afirmar que las monjas tuvieron acceso a los mismos tratados médicos que sus contrapartes masculinas, y es probable que ejercieran una medicina similar en los hospitales y leproserías asociados a sus monasterios.
Sin embargo, los documentos históricos que atestiguan explícitamente la práctica médica femenina son escasos, especialmente en lo que respecta a la medicina científica. Esto no significa que no existieran, sino que la invisibilización sistemática de las mujeres en los registros históricos ha sido un fenómeno común. A pesar de la falta de prohibiciones formales que impidieran a las mujeres ejercer la medicina, su participación en este ámbito comenzó a disminuir con la consolidación de las universidades y la profesionalización de la medicina durante los siglos XII y XIII. Antes de la creación de estas instituciones, las mujeres y los hombres que no habían recibido formación formal aprendían mediante la práctica, a menudo en entornos familiares, acompañando a sanadores experimentados, ya fueran médicos, cirujanos o curanderos.
Para muchas mujeres, el acceso a la medicina pasaba por el vínculo familiar. Hijas, esposas y viudas de médicos y cirujanos solían adquirir conocimientos prácticos trabajando junto a sus familiares varones. Estas mujeres no eran consideradas formalmente profesionales de la salud, pero, en realidad, desempeñaban funciones cruciales, sobre todo en las zonas rurales, donde el acceso a médicos universitarios era limitado o inexistente. La falta de médicos titulados y su tendencia a evitar los casos más difíciles o los que implicaban cirugía abrió una oportunidad para las mujeres sanadoras, quienes, aunque no siempre reconocidas por la medicina oficial, eran valoradas en sus comunidades.
Uno de los aspectos más notables del papel de las mujeres en la medicina medieval fue su implicación en el cuidado de enfermos en entornos hospitalarios y monásticos, así como su participación en prácticas quirúrgicas. Aunque en muchos casos la labor médica femenina ha sido asociada exclusivamente con el ámbito de la obstetricia y la ginecología, las evidencias sugieren que las mujeres sanadoras trataban a pacientes de ambos sexos y de todas las edades. Se dedicaban no solo a la asistencia en partos, sino también a la preparación de remedios terapéuticos, la atención de enfermedades generales y la realización de procedimientos quirúrgicos. Es cierto que la asistencia al parto fue uno de los campos en los que más se concentró el trabajo femenino, y la existencia de términos como “comadre” o “partera” para referirse a estas mujeres refuerza esta idea. Sin embargo, su práctica no se limitaba exclusivamente a este ámbito.
A medida que las universidades comenzaron a monopolizar el saber médico, las mujeres se enfrentaron a crecientes restricciones legales que les impedían ejercer la medicina si no poseían una licencia formal. El siglo XIV marcó un punto de inflexión, ya que a partir de entonces se comenzó a exigir licencias para practicar la medicina, restringiendo el acceso de las mujeres al ejercicio legal de la profesión. Las actividades médicas femeninas, que antes se desarrollaban en un ámbito más libre y flexible, comenzaron a verse limitadas por las crecientes normativas. Esta exclusión no solo afectaba a las mujeres, sino también a otros sanadores no universitarios, que vieron cómo su trabajo era cada vez más cuestionado y desvalorizado por la nueva clase médica profesionalizada.
La persecución de las llamadas brujas en la Edad Media también jugó un papel en la marginación de las mujeres en la medicina. Una acusación recurrente contra aquellas que fueron acusadas de brujería era su práctica de la curación. Muchas de estas mujeres, que fueron condenadas como brujas, no eran más que sanadoras cuya labor fue criminalizada por un sistema que buscaba controlar el saber médico. En la literatura misógina de la época, se observa una creciente devaluación de la imagen de la mujer sanadora, que progresivamente fue relegada al ámbito de la superstición o la magia. Esto contrasta con la realidad documentada de muchas de estas mujeres, que aplicaban conocimientos terapéuticos y cirugías para tratar a una amplia variedad de pacientes.
El caso de Jacoba Félicié, juzgada en el siglo XIV por la Facultad de Medicina de París, es un ejemplo paradigmático de esta tensión. Félicié fue acusada no por incompetencia, sino por practicar la medicina con éxito sin poseer una titulación oficial y, lo que es más importante, por ser mujer. Los testimonios de sus pacientes indicaban que había logrado curar casos que los médicos universitarios habían fallado en tratar, pero lo que realmente incomodaba a la facultad era el poder que ella ostentaba como mujer sanadora. Su autoridad ante los enfermos se percibía como una amenaza al monopolio masculino sobre el conocimiento médico.
A pesar de las prohibiciones formales, muchas mujeres continuaron practicando la medicina de manera clandestina o a través de resquicios legales. En algunos casos, las viudas de cirujanos o barberos podían mantener los establecimientos abiertos, y aunque legalmente solo se les permitía realizar procedimientos menores como sangrías o afeitados, en la práctica continuaban ejecutando muchas de las actividades de sus esposos fallecidos. Las fuentes documentales tienden a silenciar estas prácticas, pero hay numerosos ejemplos de mujeres que, al verse envueltas en litigios, alegaban que la medicina era una tradición familiar y lograban obtener sentencias favorables.
Con el avance de la institucionalización de la medicina en los siglos XV y XVI, se hizo más difícil para las mujeres seguir desempeñándose en el ámbito sanitario, aunque seguían existiendo excepciones. Las “comadres” en la España renacentista, por ejemplo, eran aceptadas por la comunidad médica e incluso recibían guías y tratados escritos por médicos para mejorar su práctica. Sin embargo, a medida que la medicina se consolidaba como un campo lucrativo y profesionalizado, la actividad femenina se percibía cada vez más como un desafío al poder de los médicos titulados. La relación entre los sanadores no universitarios y los médicos profesionales se convirtió en una relación de poder, donde el control del conocimiento se utilizaba como un mecanismo de exclusión.
Finalmente, la práctica médica de las mujeres en la Edad Media y el inicio del Renacimiento fue una lucha constante por mantener su lugar en un campo cada vez más controlado por los hombres. A pesar de los obstáculos institucionales y las restricciones legales, muchas mujeres continuaron ejerciendo como sanadoras, desafiando el monopolio masculino sobre la medicina y demostrando una notable capacidad de resistencia y adaptación. Aunque su contribución ha sido históricamente infravalorada, la documentación revela que las mujeres desempeñaron un papel esencial en la atención médica de la época, utilizando su saber para cuidar de los enfermos y, en muchos casos, subvirtiendo las barreras que les imponía la sociedad patriarcal.
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