Imagina caminar entre las calles del mundo sin pertenecer realmente a él, ser una sombra consciente, libre de miedos y expectativas. En el universo de E.M. Cioran, los «fantasmas diurnos» no son seres trágicos, sino viajeros de un territorio inexplorado: el desapego radical. Entre el recuerdo de lo inaudito y la certeza de lo inminente, estos espectros encarnan una paradoja luminosa: abrazar la muerte para trascender la vida. ¿Qué secretos revelan estos testigos de lo eterno? Este texto se adentra en su enigmática claridad.


El CANDELABRO.ILUMINANDO MENTES 
Imágenes VENICE AI
Hay fantasmas diurnos que, presas de su ausencia, viven apartadamente, caminan con pasos ahogados a lo largo de las calles sin mirar a nadie. No hay inquietud alguna en sus rostros y en sus gestos. Como el mundo exterior ha dejado de existir para ellos, se pliegan a todas las soledades. Atentos a su distracción, a su desapego, pertenecen a un universo no declarado situado entre el recuerdo de lo inaudito y la inminencia de una certeza. Su sonrisa recuerda mil espantos vencidos, la gracia que triunfa sobre lo terrible; pasan a través de las cosas, atraviesan la materia. ¿Han alcanzado sus propios orígenes, o descubierto en ellos las fuentes de la claridad? Ninguna derrota, ninguna victoria les conmueve. Independientes del sol, se bastan a sí mismos. Están iluminados por la muerte.

E.M. Cioran | La tentación de existir.

La presencia luminosa de la muerte: Una exploración de los fantasmas diurnos en “La tentación de existir”


La relación del ser humano con la muerte ha sido una constante fuente de inquietud filosófica y literaria, y E.M. Cioran la aborda con una claridad deslumbrante que, paradójicamente, parece hundirse en las profundidades del misterio. En el fragmento de La tentación de existir, Cioran nos introduce a los “fantasmas diurnos”, figuras que transitan el mundo físico sin pertenecer realmente a él, habitantes de un espacio liminal donde la muerte no solo se erige como destino, sino como una presencia viva, un estado de iluminación que transforma lo cotidiano. La tarea de interpretar este enigmático concepto requiere un abordaje multidimensional, uno que explore sus resonancias filosóficas, existenciales, psicológicas y poéticas. Este ensayo intentará sumergirse en la riqueza de esta idea, examinando las paradojas que encierra, los estados del alma que evoca, y la posibilidad de que en la aceptación total de la muerte se halle el único acceso a una libertad y lucidez radicales.

Los fantasmas diurnos de Cioran no son meras metáforas; son entidades casi reales que encarnan una condición existencial: la de aquellos que han trascendido las ansiedades y los apegos del mundo físico. Su ausencia, su caminar silencioso y su desconexión con el entorno externo revelan una actitud que no puede ser confundida con la mera indiferencia o el nihilismo. En lugar de ello, representan una disposición del espíritu que ha alcanzado una especie de desapego sublime, una distancia interior que no rechaza la vida, sino que la contempla desde una altura desoladora y esclarecedora. Cioran sugiere que estos seres, al haber desnudado la realidad de sus ornamentos y haberse liberado de toda expectativa, están “iluminados por la muerte”. Pero ¿qué significa estar iluminado por la muerte?

La muerte, para Cioran, no es simplemente la culminación de la existencia biológica; es una fuerza activa, una presencia que permea y reconfigura la percepción del mundo cuando se le da un “gran sí”. Esta aceptación, que él describe como un asentimiento absoluto, implica no solo el reconocimiento de la inevitabilidad de la muerte, sino su integración como una condición luminosa de la existencia. Los fantasmas diurnos han aprendido a caminar con la muerte a su lado, a vivir en un estado de continua disolución. Esto no los reduce a sombras vacías, sino que, paradójicamente, los convierte en figuras llenas de una presencia invisible, habitantes de “un universo no declarado” que existe entre el recuerdo de lo inaudito y la certeza de lo inminente. En este espacio intermedio, la temporalidad se desdibuja, y la vida misma adopta la textura de lo eterno.

El concepto de “recuerdo de lo inaudito” alude a una memoria que no pertenece al tiempo histórico ni al personal, sino a una suerte de saber arquetípico que conecta al individuo con los orígenes más profundos de la existencia. En este sentido, los fantasmas diurnos son herederos de una sabiduría primordial que ha sobrevivido al naufragio del tiempo. Esa sabiduría no proviene de la acumulación de experiencias, sino de su trascendencia; es el fruto de un desapego radical que permite contemplar la existencia desde fuera, como si ya se hubiese vivido y agotado todo. No se trata, pues, de un vacío emocional o espiritual, sino de una plenitud que solo puede alcanzarse al cruzar el umbral del desapego.

Cioran insinúa que esta plenitud está teñida por un triunfo sobre “mil espantos”. Estos espantos no son otra cosa que los terrores y angustias que constituyen la experiencia humana común: el miedo al fracaso, al sufrimiento, a la pérdida y, en última instancia, a la muerte misma. Los fantasmas diurnos han enfrentado y superado estos terrores no con el propósito de vencerlos, sino de asimilarlos, de incluirlos en el tejido de su ser. Este proceso de integración, que recuerda al concepto junguiano de la individuación, es el que los dota de esa sonrisa que “recuerda mil espantos vencidos”. Sin embargo, no es una sonrisa de orgullo o satisfacción, sino una expresión de la gracia que se encuentra en el corazón mismo del horror.

La idea de la gracia es clave en la filosofía de Cioran, aunque raramente la aborda de manera explícita. En el contexto de los fantasmas diurnos, la gracia no es un don divino, sino el resultado de un trabajo interior que desmantela todas las ilusiones y expectativas humanas. Es la capacidad de aceptar lo terrible, de mirar al abismo y no apartar la mirada. En esta aceptación radical, el individuo se libera no solo de la angustia, sino también de la necesidad de sentido. Al atravesar la materia, como sugiere Cioran, los fantasmas diurnos han dejado atrás las limitaciones de la carne y la lógica. Ya no necesitan una razón para existir; su simple estar en el mundo es, en sí mismo, una afirmación silenciosa y poderosa.

Desde un punto de vista psicológico, los fantasmas diurnos representan un estado que podría describirse como trascendencia existencial. Mientras que el ser humano común opera bajo el peso de sus deseos, temores y aspiraciones, estos seres han alcanzado un nivel de conciencia que les permite observar la vida desde una perspectiva despersonalizada. No son indiferentes, como podría parecer a primera vista, sino profundamente conscientes de la futilidad de los dramas humanos. Esa conciencia no los paraliza, sino que los libera. Son independientes del sol, como señala Cioran, no porque rechacen su luz, sino porque han encontrado una fuente de iluminación interior que no depende de ningún estímulo externo.

En última instancia, los fantasmas diurnos de Cioran pueden interpretarse como un ideal filosófico, una metáfora del estado de ser que puede alcanzarse al abrazar plenamente la muerte. Este abrazo no implica un acto físico, sino una disposición interior, un “sí” que trasciende el miedo y la negación. En este sentido, la muerte no es un final, sino un maestro, una fuerza que revela la verdad última de la existencia: que todo lo que buscamos fuera de nosotros ya está presente en nuestra interioridad, aguardando a ser descubierto. La iluminación por la muerte, por tanto, no es un estado mórbido, sino una condición de absoluta claridad, una invitación a vivir con la intensidad de quien ya no tiene nada que perder.

Este estado de gracia, esta “iluminación por la muerte”, plantea preguntas profundas sobre la naturaleza del ser, la temporalidad y la libertad. ¿Es posible alcanzar este desapego sin renunciar por completo a los lazos que nos conectan con los demás? ¿Es este estado de los fantasmas diurnos un privilegio reservado a unos pocos, o un destino al que todos estamos llamados en algún momento de nuestras vidas? Cioran no ofrece respuestas definitivas, porque su propósito no es tranquilizar ni ofrecer soluciones. Su obra, y en particular su reflexión sobre los fantasmas diurnos, es un desafío continuo, un recordatorio de que la vida solo se revela en toda su profundidad cuando nos atrevemos a mirar más allá de sus límites.

El gran sí a la muerte no es una rendición, sino una conquista. Es el acto supremo de afirmación, un gesto que nos invita a caminar no como sombras de nuestra propia existencia, sino como fantasmas diurnos que han encontrado en la muerte la fuente de la verdadera luz.


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