¡Es el instante perfecto para cuestionar lo incuestionable! En un mundo donde los ídolos surgen como faros de poder y las verdades absolutas se imponen como leyes inquebrantables, nuestra capacidad crítica se convierte en el único refugio frente a la manipulación. Este artículo desentraña cómo las construcciones simbólicas, desde la política hasta la cultura, nos transforman en cómplices inconscientes y cómo la duda, lejos de ser debilidad, es el camino hacia la libertad auténtica.


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Ídolos y verdades: entre la ceguera y la conciencia


La historia de la humanidad es, entre otras cosas, una crónica de construcciones simbólicas: ídolos que encarnan ideales, verdades que pretenden ser inmutables, sistemas de creencias que se erigen como pilares de la civilización. Sin embargo, estas construcciones no son neutras. Son productos de contextos históricos, intereses políticos y anhelos colectivos que, al ser aceptados sin cuestionamiento, transforman a quienes los veneran en sus cómplices inconscientes. La idolatría, en sus múltiples formas —religiosa, política, cultural o incluso académica—, no es solo un fenómeno de devoción, sino un acto de abdicación intelectual que convierte al individuo en esclavo de narrativas preconcebidas. Paralelamente, la pretensión de poseer verdades absolutas, lejos de ser una conquista del conocimiento, encierra un peligro: la creencia en que el camino de la verdad es lineal, concluyente y excluyente.

La idolatría, en su esencia, es un acto de proyección. Los ídolos no existen en sí mismos, sino que son construidos por quienes los veneran. En la Antigüedad, los faraones egipcios, los emperadores romanos y los dioses griegos no eran solo figuras de culto, sino herramientas de poder. La deificación de Nerón o de Octavio Augusto, por ejemplo, no solo reflejaba su autoridad, sino que legitimaba su dominio mediante la creencia en su “divinidad terrenal”. Esta dinámica persiste en el siglo XXI: figuras políticas como Fidel Castro en Cuba o Hugo Chávez en Venezuela fueron elevadas a la categoría de ídolos, con retratos gigantes en plazas, festividades en su honor y una historiografía que minimiza sus contradicciones. La idolatría, en estos casos, no es solo un homenaje, sino un mecanismo para perpetuar un discurso único, excluyente y autoritario.

La manipulación histórica es el eje sobre el que se sostienen estos ídolos. Como lo señaló el historiador Eric Hobsbawm, muchas tradiciones “inmemoriales” son, en realidad, construcciones recientes. La narrativa de la “Gran Replacement” —teoría conspirativa que afirma que las minorías migrantes están sustituyendo a los pueblos europeos—, aunque tiene raíces en el racismo del siglo XIX, se ha revitalizado en el siglo XXI mediante redes sociales y movimientos neonazis, convirtiendo a sus difusores en ídolos de una “verdad oculta”. Estos mitos, lejos de ser meras creencias, son armas políticas: en 2020, un estudio de la Universidad de Stanford demostró que el 30% de los usuarios de Facebook en EE.UU. consumían contenido de extrema derecha que reforzaba narrativas de odio, alimentando un círculo vicioso donde la idolatría de líderes como Donald Trump o Jair Bolsonaro se sustenta en la difusión de falsedades.

La idolatría también opera en el terreno cultural y académico. En el ámbito artístico, figuras como Picasso o Mozart son celebradas como genios “totalitarios”, cuyas obras son interpretadas como expresiones de una genialidad inalcanzable, olvidando sus contradicciones morales. Picasso, por ejemplo, es recordado tanto por su contribución al cubismo como por su misoginia y su colaboración con el régimen comunista español. Sin embargo, su legado sigue siendo “limado” en museos y ensayos, convirtiéndolo en un ídolo inmaculado. En la academia, la idolatría de autores como Marx o Freud ha llevado a interpretar sus teorías como dogmas, ignorando los debates posteriores que cuestionaron sus supuestos. La Universidad de Cambridge, en un informe de 2019, reveló que el 60% de los estudiantes de filosofía en Europa y América Latina se forman en cursos que presentan a los clásicos como pensadores sin contradicciones, perpetuando una visión estática del conocimiento.

La pretensión de poseer verdades absolutas comparte raíces con la idolatría. La historia de la ciencia ilustra este fenómeno: en la Edad Media, la geocentría de Aristóteles era considerada una “verdad revelada”, sostenida por la Iglesia como dogma inmutable. Quienes cuestionaban este sistema, como Giordano Bruno o Galileo, pagaron con su libertad o su vida. En el siglo XX, el marxismo-leninismo se erigió como una “ciencia histórica” que predecía el curso de la humanidad, ignorando las complejidades de la sociedad y las diferencias culturales. El resultado fueron regímenes totalitarios que, en nombre de la “verdad histórica”, justificaron purgas, censuras y guerras.

Nietzsche alertaba contra esta pretensión de certeza absoluta. En Así habló Zaratustra (1883), criticaba la “verdad como dogma” como un intento de domesticar la complejidad del mundo: “¿No es la verdad el más viejo y más ruin engaño?”. Su perspectivismo —la idea de que todo conocimiento es condicionado por la perspectiva del sujeto— rompía con la ilusión de un acceso directo a la realidad. Sin embargo, su crítica ha sido malinterpretada: en la actualidad, el relativismo extremo —que niega cualquier forma de verdad— es tan peligroso como el dogmatismo. La clave, como argumentó Jürgen Habermas en Teoría de la acción comunicativa (1981), es distinguir entre “verdades provisionales” (construcciones colectivas que explican fenómenos) y “verdades absolutas” (pretensiones de poseer la verdad última).

La duda, en este contexto, no es un fracaso epistémico, sino una herramienta de liberación. Descartes, con su método de la duda sistemática, no buscaba el nihilismo, sino un camino hacia la certeza a través de la cuestión: “Pienso, luego existo” era una afirmación de que el único punto de partida seguro era el acto de dudar. En la práctica, esta postura ha sido clave para avances científicos y éticos: el feminismo, por ejemplo, cuestionó el “orden natural” que justificaba la subordinación de las mujeres, reescribiendo la verdad sobre las relaciones de género.

La educación es el terreno donde se decide si la idolatría prevalecerá o si la crítica se instalará como práctica cotidiana. En Corea del Norte, la educación desde la infancia glorifica a Kim Il-sung y Kim Jong-il como líderes “infalibles”, con un sistema de control que castiga cualquier duda. En contraste, en Finlandia —país con uno de los sistemas educativos más exitosos—, la enseñanza prioriza el pensamiento crítico: un estudio de 2022 de la OECD reveló que el 85% de los estudiantes finlandeses reciben formación en análisis de fuentes, evaluación de argumentos y resolución de problemas éticos.

La conciencia crítica no solo desmonta ídolos, sino que reconstruye el conocimiento desde la humildad. El físico Richard Feynman, en su famosa charla sobre “el arte de no engañarse a sí mismo”, destacó que la ciencia progresa no al acumular verdades, sino al cuestionarlas constantemente. Esta mentalidad debe extenderse a todos los ámbitos: en política, significa exigir transparencia y rendición de cuentas; en cultura, rechazar la canonización de figuras sin examen; en ciencia, celebrar los errores como pasos hacia el progreso.

La verdadera libertad no reside en adorar ídolos o poseer verdades, sino en la capacidad de elegir entre múltiples perspectivas. Como lo afirmó Hannah Arendt en La condición humana (1958), la libertad es un acto que se renueva cada día mediante el pensamiento crítico. En un mundo donde las redes sociales, los algoritmos y los líderes autoritarios buscan simplificar la realidad en narrativas atractivas, el desafío es sostenible: cultivar una conciencia que no tema la duda, que resista el encanto de lo fácil, y que reconozca que la verdad es, como el arte de Verdi, un viaje sin fin.


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