En un monasterio aislado de Fossanova, Italia, la mañana del 7 de marzo de 1274, la voz del intelecto medieval se apagó, pero su legado comenzó a resonar para la eternidad. Santo Tomás de Aquino, el “Doctor Angélico”, tejió un puente indestructible entre la razón y la fe. A 751 años de su muerte, su obra magna, la Summa Theologiae, sigue iluminando los caminos del conocimiento y la espiritualidad en un mundo ansioso por respuestas.



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Santo Tomás de Aquino (1274-2025): 751 años de un legado inmortal
El 7 de marzo de 1274, en el monasterio cisterciense de Fossanova, fallecía Santo Tomás de Aquino, una figura cuya muerte marcó el fin de una vida breve pero extraordinariamente fecunda y el comienzo de un legado que, a 751 años de distancia, sigue resonando con vigor en la filosofía, la teología y la cultura occidental. Doctor de la Iglesia, apodado el “Doctor Angélico”, Tomás de Aquino no solo sistematizó el saber teológico de su tiempo, sino que forjó un puente entre la razón y la fe que transformó la manera en que la humanidad concibe a Dios, el mundo y su lugar en él. Su obra cumbre, la Summa Theologiae, junto con sus tratados sobre metafísica, ética y epistemología, no es un mero relicario del pensamiento medieval, sino un faro intelectual que ilumina debates contemporáneos sobre la existencia, el conocimiento y la moral. A más de siete siglos de su partida, este ensayo explora la profundidad de su contribución, su síntesis única del aristotelismo y el cristianismo, y la perdurabilidad de su influencia en un mundo que, aunque transformado, sigue buscando respuestas a las preguntas que él abordó con genialidad.
Nacido en 1225 en Roccasecca, en el seno de una noble familia italiana, Tomás de Aquino vivió en una época de efervescencia intelectual y tensiones religiosas. La Europa del siglo XIII era un crisol donde convergían las tradiciones patrísticas, el renacimiento del aristotelismo a través de traducciones árabes y judías, y las demandas de una Iglesia que buscaba consolidar su doctrina frente a herejías y desafíos filosóficos. Contra este telón de fondo, Tomás ingresó a la Orden de los Predicadores (dominicos), una decisión que lo enfrentó a la oposición familiar pero que lo situó en el corazón del debate académico. Formado bajo la tutela de Alberto Magno en Colonia y París, absorbió las herramientas del pensamiento escolástico y se familiarizó con las obras de Aristóteles, cuya recuperación estaba revolucionando la universidad medieval. Fue en este contexto que Tomás emprendió la tarea titánica de integrar la filosofía pagana con la revelación cristiana, una empresa que muchos consideraban arriesgada, pero que él ejecutó con una claridad y profundidad que lo distinguieron como el mayor teólogo de su tiempo.
El eje de su pensamiento se encuentra en la Summa Theologiae, escrita entre 1265 y 1274, una obra inacabada pero monumental que abarca desde la naturaleza de Dios hasta los detalles de la moral humana. En ella, Tomás sistematiza la teología cristiana con un rigor lógico que recuerda a Euclides, estructurándola en cuestiones, artículos y respuestas que anticipan objeciones y las resuelven con precisión. Uno de sus aportes más célebres son las quinque viae, las cinco vías para demostrar la existencia de Dios, basadas en observaciones racionales del mundo: el movimiento, la causalidad, la contingencia, los grados de perfección y el orden del universo. Estas no son pruebas empíricas en el sentido moderno, sino argumentos metafísicos que parten de la experiencia sensible para ascender a la necesidad de un ser primero, inmóvil y perfecto. Esta teología natural, que no depende exclusivamente de la fe, refleja la convicción tomista de que la razón y la revelación, como dones divinos, no pueden contradecirse, sino que se complementan en la búsqueda de la verdad.
Otro pilar de su filosofía es la distinción entre actus y essendi, el acto de ser y la esencia, que revolucionó la metafísica medieval. Inspirado por Aristóteles pero superándolo, Tomás argumenta que en todo ente finito la esencia (lo que algo es) y la existencia (que algo sea) son distintas, mientras que en Dios coinciden absolutamente: Él es el ipsum esse subsistens, el ser subsistente por sí mismo. Esta doctrina, enriquecida por la noción de participación —desarrollada con profundidad por Cornelio Fabro en el siglo XX—, establece que los seres creados existen en la medida en que participan del ser divino, una idea que no solo resuelve problemas ontológicos, sino que subraya la dependencia radical de la creación respecto a su Creador. Esta visión contrasta con el esencialismo de sus predecesores y ofrece una metafísica dinámica que ha influido en pensadores desde Duns Escoto hasta Heidegger.
En el ámbito del conocimiento, Tomás propuso una teoría que equilibra el realismo aristotélico con la tradición agustiniana. Para él, el intelecto humano conoce a partir de los sentidos, abstrayendo las formas universales de las cosas particulares (abstrahit intellectus a phantasmate), pero esta capacidad es iluminada por la luz divina, un eco del * intellectus agens* aristotélico reinterpretado en clave teológica. Este enfoque rechaza tanto el innatismo platónico como el escepticismo, afirmando que el conocimiento es un proceso activo y participado que conecta al hombre con la realidad y, en última instancia, con Dios. En ética, su concepción de la ley natural como participación de la ley eterna en la razón humana sentó las bases para una moral objetiva que trasciende culturas y épocas, un legado que resuena en debates actuales sobre derechos humanos y justicia.
La influencia de Tomás no se agotó con su muerte. Durante los siglos XIII y XIV, su obra enfrentó resistencias, como las condenas de 1277 en París contra ciertas tesis aristotélicas, pero su canonización en 1323 y el respaldo de la Iglesia consolidaron su autoridad. El tomismo emergió como una escuela filosófica y teológica que, aunque eclipsada temporalmente por el nominalismo y el cartesianismo, renació con fuerza en el siglo XIX gracias a la encíclica Aeterni Patris (1879) de León XIII. Este documento proclamó a Tomás como guía para la filosofía católica, desencadenando la neoescolástica, un movimiento que contó con figuras como Étienne Gilson y Jacques Maritain, quienes reinterpretaron su pensamiento frente a los desafíos del modernismo y el existencialismo. En el siglo XX, la encíclica Fides et Ratio (1998) de Juan Pablo II reafirmó la relevancia de Tomás al destacar su armonía entre fe y razón, un modelo para un mundo dividido entre secularismo y fundamentalismo.
Más allá de la Iglesia, el impacto de Tomás se extiende a la filosofía secular. Su método dialéctico, que enfrenta objeciones para llegar a conclusiones razonadas, prefigura la argumentación moderna, mientras que su metafísica ha sido revisitada por pensadores analíticos como Anthony Kenny o Elizabeth Anscombe, quienes ven en sus distinciones ontológicas herramientas para abordar problemas contemporáneos. Incluso en el ámbito jurídico, su teoría de la ley natural inspira discusiones sobre la fundamentación de normas universales, desde Grocio hasta los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
A 751 años de su muerte, el legado de Santo Tomás de Aquino no es una reliquia estática, sino un diálogo vivo con el presente. Su capacidad para integrar la filosofía griega con la teología cristiana demuestra que la razón humana, lejos de ser enemiga de la fe, es su aliada en la búsqueda de la verdad última. La Summa Theologiae, interrumpida por una experiencia mística en 1273 que lo llevó a declarar que todo lo escrito le parecía “como paja” frente a lo que había contemplado, no es un testimonio de su insuficiencia, sino de su humildad ante el misterio divino. Este episodio, narrado por su compañero Reginaldo de Piperno, revela al hombre detrás del genio: un pensador que, habiendo escalado las cumbres del intelecto, reconoció los límites de lo humano frente a lo eterno.
En conclusión, Santo Tomás de Aquino permanece como un coloso del pensamiento occidental, un “Doctor Angélico” cuya obra trasciende los confines de su siglo para iluminar los nuestros. Sus cinco vías, su metafísica del ser, su epistemología y su ética no son meros ejercicios académicos, sino respuestas a preguntas perennes sobre la existencia, el conocimiento y el bien. A 751 años de su muerte, su legado inmortal no solo perdura en las aulas y las iglesias, sino en cada esfuerzo por comprender el mundo con la razón y elevarlo con la fe. Tomás nos enseña que el intelecto humano, cuando se abre a la trascendencia, no encuentra su fin, sino su comienzo.

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