Entre las sombras de la ceguera y los laberintos del alma, Jorge Luis Borges confesó su mayor pecado: no haber fingido ser feliz. No por él, sino por su madre moribunda. Esta breve y desgarradora anécdota revela una ética silenciosa y profunda, donde la felicidad se convierte en deber hacia quienes nos aman. En esta reflexión, la verdad pierde valor frente a la compasión, y el simulacro emocional se alza como acto de amor.
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Imágenes Wikipedia
"Yo pensé que uno tiene el deber de ser feliz, no por uno sino por las personas que lo quieren a uno. Uno debe ser o simular ser feliz para no apenar a quienes lo quieren.
Yo estaba siguiendo un tratamiento para la vista.
Mi madre, que estaba muriéndose, había cumplido ya 99 años y tenía terror de llegar a los cien, me decía: “Ahora ves un poco mejor”. Y yo, con toda crueldad, con toda pedantería, le dije: “No, sigo no viendo”. Nada me hubiera costado mentirle, decirle: “Sí, estoy viendo un poco más, ahora percibo tal color…”
¿Por qué no lo hice? Es imposible que haya obrado de un modo tan terrible, pero me acuerdo de haberlo hecho delante de todos ustedes. Entonces yo pensé, claro, he cometido el peor de los pecados, no ser feliz. No por uno; si hay otros que lo quieren a uno, uno tiene por lo menos que fingir, simular la felicidad".
Jorge Luis Borges
El Deber de la Felicidad: Un Análisis de la Confesión Borgeana
En la compleja arquitectura del pensamiento de Jorge Luis Borges, una de las figuras más prominentes de la literatura latinoamericana, encontramos reflexiones que trascienden lo meramente literario para adentrarse en territorios existenciales profundos. La confesión borgeana sobre “el peor de los pecados” —no ser feliz— constituye un punto neurálgico desde el cual es posible examinar la intersección entre ética, felicidad, culpa y responsabilidad afectiva. Este fragmento testimonial, pronunciado en sus últimos años, cuando la ceguera había ya consumado su largo asedio, revela una dimensión poco explorada del autor argentino: la conciencia aguda de las implicaciones morales que tienen nuestras manifestaciones emocionales en el entramado de las relaciones familiares y afectivas.
La anécdota que Borges relata sobre su interacción con su madre nonagenaria constituye una síntesis perfecta de lo que podríamos denominar una ética de la felicidad compartida. En ese brevísimo intercambio se cristaliza una disyuntiva moral fundamental: la elección entre la verdad cruda y la mentira piadosa. La madre de Borges, Leonor Acevedo, quien alcanzó la extraordinaria edad de 99 años y falleció en 1975, representa en este relato no solo la figura materna sino también al otro vulnerable cuya preocupación por el bienestar del hijo persiste hasta los últimos momentos de su existencia. El temor a la longevidad que Borges le atribuye —ese “terror de llegar a los cien”— aparece como contrapunto irónico a la situación: mientras ella teme vivir demasiado, él lamenta no haber aliviado esa vida con una simple simulación de mejoría.
La sinceridad despiadada con que Borges responde a su madre constituye el núcleo de su posterior autorreproche. “No, sigo no viendo”, afirma con lo que él mismo califica de “crueldad” y “pedantería”. Esta respuesta, que privilegia la precisión factual sobre el consuelo emocional, se convierte en el catalizador de una reflexión más amplia sobre las obligaciones morales que tenemos hacia quienes nos aman. La interrogante retórica “¿Por qué no lo hice?” resuena como un eco de arrepentimiento que trasciende la anécdota particular para convertirse en una indagación universal sobre los límites éticos de la sinceridad y la dimensión moral de nuestras expresiones emocionales frente a los otros significativos.
El concepto de felicidad simulada que emerge de esta confesión borgeana merece especial atención por su complejidad ética. Lejos de proponer un simple engaño, lo que Borges sugiere es una forma de altruismo emocional: la disposición a proyectar un estado anímico que, aunque no corresponda con nuestra experiencia interior, sirva como don para el otro. “Uno tiene por lo menos que fingir, simular la felicidad”, concluye el escritor, estableciendo así una suerte de imperativo moral que privilegia el bienestar ajeno sobre la expresión auténtica del propio malestar. Esta proposición desafía las concepciones contemporáneas que tienden a valorar la autenticidad emocional como virtud suprema, sugiriendo en cambio que la responsabilidad hacia el otro puede, en determinadas circunstancias, justificar cierto grado de simulación.
La peculiar formulación borgeana sobre “el peor de los pecados” establece un puente inesperado entre ética secular y lenguaje religioso. Al emplear el término “pecado” para referirse a la infelicidad, Borges seculariza un concepto tradicionalmente religioso, transformándolo en una categoría moral que concierne no a la relación con lo divino sino a los vínculos humanos. Esta resemantización del pecado como falta contra el prójimo —específicamente, contra “quienes lo quieren a uno”— refleja una concepción ética donde el bienestar emocional del otro ocupa un lugar central. La infelicidad se convierte así no en un estado emocional moralmente neutro sino en una falta ética cuando su expresión causa sufrimiento innecesario a quienes nos aman.
El dilema que Borges plantea debe situarse también en el contexto de su progresiva ceguera, condición que marcó profundamente su vida y obra. Diagnosticado con una degeneración macular hereditaria, Borges experimentó un deterioro visual gradual que culminó en la ceguera total en la década de 1950, mucho antes del episodio que relata con su madre. Este prolongado proceso le permitió desarrollar estrategias de adaptación tanto prácticas como existenciales, convirtiéndose la ceguera en un elemento constitutivo de su identidad literaria y personal. Como afirmó en su “Poema de los dones”: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”.
La ambivalencia borgeana ante su condición visual se manifiesta en numerosos escritos donde la ceguera aparece simultáneamente como limitación y como posibilidad epistémica y creativa peculiar. En su ensayo “La ceguera”, Borges la describe como “un modo de vida” y “uno de los estilos de vida de los hombres”, subrayando así su dimensión existencial más allá de la mera privación sensorial. Esta resignificación de la discapacidad visual como experiencia constitutiva antes que carencial contextualiza la interacción con su madre: al rechazar simular una mejoría visual que no experimentaba, Borges quizás estaba también rechazando una concepción de su ceguera como condición transitoria o superable, afirmando en cambio su integración plena a su identidad y experiencia del mundo.
El episodio narrado se inscribe también en la compleja relación que Borges mantuvo con su madre, Leonor Acevedo, figura fundamental en su vida personal y literaria. Viuda desde 1938, Leonor se convirtió en compañera inseparable de su hijo, a quien leía regularmente tras la pérdida de su visión y a quien acompañó en numerosos viajes internacionales. Esta relación simbiótica, que algunos biógrafos han caracterizado como excesivamente dependiente, constituye el telón de fondo emocional del intercambio que Borges lamenta. La preocupación materna por la visión del hijo y el subsecuente rechazo de éste a simular mejoría pueden interpretarse como momentos de una dinámica relacional más amplia, donde las expectativas mutuas y los roles establecidos configuraban patrones de interacción específicos.
La dimensión pública de la confesión —”me acuerdo de haberlo hecho delante de todos ustedes”— añade otra capa de complejidad al relato. Borges no solo reconoce una falta ética privada sino que la expone ante una audiencia, convirtiendo lo que podría haber sido un remordimiento íntimo en materia de reflexión colectiva. Este gesto de exposición voluntaria sugiere una concepción de la experiencia personal como potencialmente instructiva para otros, alineándose así con la tradición ensayística de Montaigne, donde la anécdota personal sirve como punto de partida para consideraciones filosóficas más amplias. Al compartir su arrepentimiento, Borges transforma una experiencia de culpa individual en una oportunidad para la reflexión ética compartida.
La formulación del “deber de ser feliz” como obligación social antes que como aspiración personal constituye quizás el aspecto más provocador de la reflexión borgeana. Contrasta notablemente con las concepciones contemporáneas de la felicidad como derecho individual y meta de autorrealización personal. Para Borges, según se desprende de su confesión, la felicidad —o al menos su expresión externa— constituye una responsabilidad hacia los otros, especialmente hacia quienes nos aman. Esta perspectiva, que podría parecer anacrónica en un contexto cultural que privilegia la autenticidad emocional individual, plantea interrogantes fundamentales sobre los límites éticos del individualismo expresivo y sobre nuestras responsabilidades emocionales en el entramado de relaciones significativas.
La conclusión borgeana sobre la necesidad de “fingir” o “simular” la felicidad puede interpretarse desde múltiples perspectivas filosóficas. Desde una lectura existencialista, podría verse como una forma de mala fe o autoengaño institucionalizado. Desde una óptica utilitarista, representaría un cálculo moral que privilegia la minimización del sufrimiento ajeno. Desde una perspectiva kantiana, plantearía el problema de la universalizabilidad de la máxima que prescribe la simulación emocional. Lo relevante, en cualquier caso, es que Borges no resuelve estas tensiones éticas sino que las expone en toda su complejidad, invitándonos a reflexionar sobre las dimensiones morales de nuestras expresiones emocionales y sobre la naturaleza relacional de estados aparentemente privados como la felicidad y la infelicidad.
En síntesis, la breve pero densa reflexión de Jorge Luis Borges sobre “el peor de los pecados” trasciende el ámbito de la anécdota personal para convertirse en una meditación profunda sobre las implicaciones éticas de nuestros estados emocionales y su expresión en contextos relacionales significativos. Al proponer la felicidad —o su simulacro— como un deber hacia los otros antes que como un estado subjetivo deseable en sí mismo, Borges desafía concepciones individualistas predominantes y nos invita a considerar la dimensión ética de nuestras manifestaciones emocionales, especialmente cuando estas afectan a quienes nos aman y se preocupan por nuestro bienestar.
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