Entre la lógica implacable de la razón y el asombro que despierta lo desconocido, se despliega un universo donde las certezas se desvanecen. En este cruce de caminos, la obra de Lewis Carroll, “Alicia en el País de las Maravillas“, emerge como un faro que ilumina la fragilidad de la identidad y la construcción del conocimiento. A través de aventuras surrealistas y conversaciones absurdas, Carroll desafía los fundamentos del racionalismo ilustrado, invitándonos a explorar un mundo donde el asombro se convierte en la clave para entender la complejidad de nuestra existencia.


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La Razón Ilustrada y el Asombro de Alicia: Entre el Logos y el Abismo de la Identidad


La razón occidental, desde el racionalismo cartesiano hasta la culminación del proyecto ilustrado, ha construido un andamiaje epistemológico fundamentado en la primacía del logos como herramienta privilegiada para desentrañar la arquitectura del mundo. Esta concepción, que alcanzó su apogeo en el siglo XVIII con la Ilustración europea, postulaba la capacidad del entendimiento humano para acceder a verdades universales mediante procedimientos metodológicos basados en la claridad, la distinción y la evidencia. El sujeto moderno, investido de autonomía mediante su facultad racional, emergía como entidad soberana capaz de aprehender la realidad en términos objetivos, superando así las limitaciones impuestas por el dogma y la tradición.

La literatura fantástica del siglo XIX, particularmente la obra magistral de Lewis Carroll, “Alicia en el País de las Maravillas” (1865), constituye una inflexión crítica frente a este paradigma racionalista. A través de un universo narrativo donde las leyes lógicas se subvierten sistemáticamente, Carroll elabora una sofisticada crítica epistemológica que anticipa las grandes rupturas filosóficas del siglo XX. El nonsense victoriano trasciende su aparente frivolidad para revelarse como un poderoso dispositivo deconstructor que cuestiona la estabilidad de las categorías fundamentales del pensamiento occidental: la identidad, la causalidad, la temporalidad y el lenguaje como sistema referencial inequívoco.

La protagonista de la narración, Alicia, encarna el desconcierto ontológico que sobreviene cuando los fundamentos del conocimiento racional se desmoronan. Su continua metamorfosis física —crecer, disminuir, transformarse— simboliza la crisis del sujeto cartesiano como entidad indivisible y autoconsciente. La célebre interrogación planteada por la Oruga —”¿Quién eres tú?”— reverbera como cuestionamiento fundamental a la pretensión identitaria del cogito ergo sum. La vacilante respuesta de Alicia —”Yo… apenas lo sé, señor, en este momento… al menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero creo que debo haber cambiado varias veces desde entonces”— constituye una admisión de la fragmentación del yo que desafía la concepción ilustrada de la subjetividad como núcleo estable y autodefinido.

La epistemología carrolliana deconstruye, mediante recursos literarios de extraordinaria sutileza, los pilares del racionalismo. La conversación con el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo durante la célebre merienda desquiciada funciona como parodia del discurso racional: la lógica se convierte en herramienta para el absurdo, las palabras se desprenden de sus significados convencionales, y el tiempo —representado por un reloj que siempre marca las seis— abandona su linealidad para convertirse en dimensión circular y autorreferencial. Carroll, matemático de formación, subvierte precisamente aquellos principios lógicos que constituían la base del conocimiento sistemático en la tradición filosófica occidental.

Esta crítica literaria a los fundamentos racionalistas anticipa con asombrosa precisión los desarrollos del pensamiento contemporáneo. La inestabilidad identitaria de Alicia prefigura la muerte del sujeto proclamada por la filosofía posestructuralista; la arbitrariedad semántica del discurso del Humpty Dumpty (“cuando yo uso una palabra, significa exactamente lo que yo quiero que signifique”) anticipa las reflexiones de Wittgenstein sobre los juegos del lenguaje y la imposibilidad de un significado esencial; la dislocación de la temporalidad en el País de las Maravillas prefigura la fenomenología heideggeriana del tiempo como horizonte existencial no reducible a la sucesión cronológica.

La narración de Carroll puede interpretarse, desde una perspectiva hermeneútica, como alegoría del desmoronamiento de la epistemología moderna. El universo subterráneo que Alicia descubre no representa meramente una fantasía infantil, sino la visualización de aquellas dimensiones de lo real que resisten la sistematización racional. Los personajes del País de las Maravillas —la Reina de Corazones, el Gato de Cheshire, el Conejo Blanco— encarnan aspectos de la realidad que escapan a la domesticación conceptual: lo arbitrario, lo evanescente, la angustia temporal. Carroll intuyó que la racionalidad instrumental, al imponer sus categorías sobre lo real, excluye dimensiones fundamentales de la experiencia humana.

El lenguaje constituye el campo de batalla privilegiado donde se dirime este conflicto entre racionalidad y absurdo. La obra de Carroll presenta el idioma no como herramienta transparente de comunicación, sino como laberinto especular donde los significados proliferan incontrolablemente. Los juegos de palabras, neologismos y paradojas semánticas que pueblan el texto —como el inolvidable poema “Jabberwocky”— sugieren que el lenguaje, lejos de ser un instrumento dócil para la representación del mundo, constituye un sistema autónomo que genera sus propias realidades. Esta concepción anticipa las reflexiones de la filosofía del lenguaje contemporánea, desde Saussure hasta Derrida, sobre la arbitrariedad del signo y la imposibilidad de un significado trascendental.

La confrontación de Alicia con la inestabilidad del mundo y de su propia identidad desemboca en una reflexión metafísica sobre los límites del conocimiento racional. El País de las Maravillas funciona como una ontología alternativa donde la lógica clásica —con sus principios de identidad, no contradicción y tercero excluido— resulta inadecuada para comprender la fluida naturaleza de lo real. Carroll, a través de su fantasía literaria, sugiere que la existencia humana desborda continuamente los marcos conceptuales con que intentamos aprehenderla. Esta intuición resuena con tradiciones filosóficas posteriores como la fenomenología existencial, que reconoce la irreductibilidad de la experiencia vivida a esquemas abstractos.

El sueño ilustrado de un conocimiento exhaustivo y una racionalidad omnicomprensiva se revela, bajo la mirada carrolliana, como una ilusión epistemológica. La pretensión moderna de abarcar la totalidad de lo real mediante categorías transparentes y métodos infalibles se desmorona ante la exuberante complejidad del mundo simbolizada por el País de las Maravillas. Lo que Carroll propone no es, sin embargo, un irracionalismo nihilista, sino una ampliación de la conciencia que incorpore aquellas dimensiones de la experiencia —el asombro, la paradoja, la ambigüedad— marginadas por el paradigma científico-técnico de la modernidad.

Esta reivindicación del asombro como actitud cognoscitiva fundamental conecta la obra de Carroll con tradiciones filosóficas que, desde Platón hasta Heidegger, han reconocido en la perplejidad —el thaumazein griego— el origen genuino del pensamiento. Alicia, en su perplejidad ante un mundo que desafía sus expectativas racionales, encarna la auténtica disposición filosófica: no la certeza axiomática, sino la apertura interrogativa ante lo que se resiste a ser encasillado. La célebre exclamación “¡Cada vez más curioso!” que reitera a lo largo de su aventura constituye la expresión paradigmática de esta actitud filosófica fundamental.

La crítica carrolliana a los excesos del racionalismo no desemboca en un relativismo absoluto ni en una negación de la capacidad humana para conocer. Su obra sugiere, más bien, la necesidad de una razón ampliada que reconozca sus propios límites y se abra a dimensiones de la experiencia que exceden el marco conceptual de la ciencia moderna. En este sentido, anticipa la distinción establecida por pensadores como Husserl entre el conocimiento científico-objetivo y el mundo de la vida (Lebenswelt), ese horizonte prereflexivo de significados que constituye el fundamento último de toda actividad teorética.

El legado filosófico de “Alicia en el País de las Maravillas” reside, precisamente, en esta invitación a repensar los fundamentos epistemológicos de la modernidad desde una conciencia lúcida de sus limitaciones. Carroll, mediante recursos literarios de extraordinaria sofisticación, elabora una crítica cultural que trasciende el mero entretenimiento para adentrarse en cuestiones fundamentales sobre la naturaleza del conocimiento, la identidad y el lenguaje. Su obra nos recuerda que la madurez intelectual no consiste en poseer respuestas definitivas, sino en mantener viva la pregunta por quiénes somos y cómo podemos conocer —esa misma pregunta que la Oruga planteó a Alicia— en un mundo cuya complejidad desborda continuamente nuestros intentos de comprensión sistemática.


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