En lo más profundo del terror gótico, donde los ecos de la música maldita despiertan horrores olvidados, yace la historia de un violonchelo maldito construido por el luthier maldito Sebastian Mörder. Este no es un simple cuento de horror: es una sinfonía de pesadillas, una partitura escrita con almas atrapadas y resonancias de un abismo insondable. Prepárate para adentrarte en el resonador de almas, donde cada nota puede ser la última que escuches como tú mismo.


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Imágenes Canva AI 

El Resonador de Almas


Jamás hubiera concebido que mi afición por los instrumentos musicales antiguos me conduciría a tan terrible descubrimiento, ni que mi curiosidad académica terminaría por desvelar secretos que hubiera sido mejor mantener sepultados en las brumas del tiempo. Sin embargo, ahora que el abismo se ha abierto ante mí y el horror ha contaminado irremediablemente mi existencia, solo me queda plasmar este testimonio antes de que la locura consuma por completo los últimos vestigios de mi cordura.

Todo comenzó durante mi investigación sobre instrumentos de cuerda del período barroco tardío, cuando descubrí referencias a un violonchelo de singular manufactura, obra del casi olvidado luthier Sebastian Mörder, quien había construido únicamente siete instrumentos en toda su vida antes de perecer en circunstancias nunca esclarecidas en 1723. Según los escasos documentos que logré consultar en los archivos de la Universidad de Viena, sus instrumentos poseían una cualidad tonal que rozaba lo sobrenatural, pero habían terminado dispersos o destruidos tras una serie de inexplicables tragedias acaecidas a sus propietarios.

Mi fascinación creció exponencialmente cuando, por una coincidencia que ahora considero infausta, descubrí en la subasta de una antigua propiedad en las afueras de Salzburgo lo que parecía ser el último ejemplar superviviente de aquellos instrumentos malditos. El violonchelo exhibía un color ámbar oscuro, casi bermellón en ciertas zonas, con una talla de una sutileza extraordinaria. La cabeza del instrumento, en lugar de la tradicional voluta, presentaba el rostro de un ser andrógino de belleza perturbadora, cuyos ojos parecían seguirme desde cualquier ángulo. La madera, según determiné posteriormente, no correspondía a ninguna especie conocida.

Tras adquirirlo por una suma considerable pero no exorbitante —lo que debió alertarme sobre el conocimiento que los anteriores propietarios pudieran tener acerca de sus siniestras propiedades—, lo trasladé a mi residencia en una remota zona de los Alpes austríacos, donde vivía recluido desde la prematura muerte de mi esposa tres años atrás. La casa, una construcción del siglo XVIII restaurada parcialmente, ofrecía el aislamiento perfecto para mis investigaciones, con sus gruesos muros de piedra y su distancia de cualquier núcleo urbano.

La primera noche que intenté tocar el instrumento, percibí una resistencia inusual en las cuerdas, como si éstas estuvieran tensadas por una fuerza ajena a las leyes físicas. El sonido, no obstante, resultaba de una pureza cristalina, con un timbre que parecía resonar no solo en la estancia, sino en algún lugar dentro de mi propio ser. Experimenté una suerte de vértigo, una sensación de desdoblamiento que atribuí inicialmente al cansancio tras las largas horas invertidas en el traslado e instalación del instrumento.

Con el transcurso de los días, fui percibiendo sutiles alteraciones en mi percepción. Los sueños se tornaron más vívidos, plagados de imágenes arquitectónicas imposibles y melodías que parecían construirse desde dimensiones no euclidianas. Durante mis sesiones con el violonchelo, comencé a sentir una presencia, como si alguien —o algo— se materializara gradualmente en la habitación, observándome desde un ángulo imposible del espacio.

La madrugada del séptimo día —ahora veo la simbología macabra en ese número—, desperté sobresaltado al escuchar el instrumento emitiendo notas sin que mediara intervención humana. Descendí las escaleras con el pulso acelerado, solo para encontrar la sala de música vacía, aunque el violonchelo vibraba aún con una resonancia casi imperceptible. Fue entonces cuando, al acercarme, noté por primera vez aquella sustancia viscosa que parecía exudar de los poros de la madera: un líquido de consistencia similar a la sangre pero de un color imposible, que oscilaba entre el violeta profundo y un negro iridiscente según incidiera la luz sobre él.

Contra todo instinto de autopreservación, tomé una muestra de aquella secreción y la examiné al microscopio en mi pequeño laboratorio doméstico. Lo que observé desafía cualquier descripción racional: estructuras moleculares cambiantes, patrones que parecían desarrollar formas de inteligencia algorítmica ante mis propios ojos. Supe entonces que aquel instrumento no había sido construido meramente con madera y barniz, sino que albergaba algún tipo de consciencia ajena a nuestro plano existencial.

Mis investigaciones me llevaron a descubrir que Sebastian Mörder había sido acusado en vida de herejía y nigromancia por un tribunal eclesiástico, aunque nunca llegó a ser juzgado. Según testimonios de la época, había desarrollado una técnica para “capturar la esencia vital” de seres humanos en el momento de su muerte, incorporándola de algún modo a la materia prima de sus instrumentos. Los siete violonchelos correspondían a siete individuos diferentes, seleccionados por la pureza de su alma o la intensidad de su tormento.

Esta revelación debió haberme impulsado a deshacerme inmediatamente del monstruoso artefacto, pero una compulsión irracional, una fascinación mórbida, me mantenía atado a él. Comencé a tocar el instrumento cada noche, durante horas interminables, percibiendo cómo cada nota parecía desgarrar el velo entre lo visible y lo invisible. Y fue durante aquellas sesiones cuando empecé a escuchar voces entrelazadas con la música, susurros que se filtraban entre las frecuencias sonoras como mensajes provenientes de un abismo insondable.

Una voz en particular se hizo gradualmente más clara: la de una mujer joven cuyo tormento parecía trascender la propia muerte. A través de fragmentos inconexos, logré reconstruir su historia: se llamaba Elisabeth Weidenbach, y había sido una talentosa violonchelista en vida. Sebastian Mörder la había seducido no solo con promesas de amor, sino de inmortalidad a través de su arte. La había convencido para participar en un ritual que, según él, transferiría su genio musical a un instrumento que perduraría por siglos. La terrible verdad, que ella comprendió demasiado tarde, era que el ritual requería su sacrificio.

Conforme avanzaban mis sesiones con el instrumento, la presencia de Elisabeth se manifestaba con mayor intensidad. Ya no se limitaba a susurros o sensaciones; en ocasiones, al tocar ciertas secuencias de notas, atisbaba su figura reflejada en los cristales de las ventanas o deslizándose como una sombra en los rincones oscuros de la habitación. Su rostro, de una belleza etérea y doliente, comenzó a obsesionarme, apareciendo incluso cuando cerraba los ojos.

La relación entre nosotros —si puede denominarse así al vínculo entre un hombre vivo y el espectro atrapado en un instrumento— fue transformándose sutilmente. Lo que comenzó como terror mutuo derivó hacia una extraña intimidad. Empecé a sentir que Elisabeth intentaba comunicarme algo crucial, una advertencia o quizás una súplica. Durante semanas intenté descifrar aquellos mensajes fragmentarios, hasta que una noche, mientras interpretaba una pieza de Bach particularmente compleja, sentí cómo una presencia se introducía en mi propio cuerpo, fusionándose momentáneamente con mi consciencia.

La experiencia resultó tan abrumadora que perdí el conocimiento. Al despertar, ya avanzada la madrugada, me encontré tendido sobre el suelo frío, con el violonchelo descansando junto a mí como un amante exhausto tras una unión prohibida. Pero lo verdaderamente perturbador fue darme cuenta de que podía recordar fragmentos de la vida de Elisabeth como si fueran mis propios recuerdos: su infancia en una aldea de Bohemia, sus estudios musicales en Praga, el primer encuentro con Mörder y la fascinación inmediata que ejerció sobre ella, y finalmente, el ritual durante el cual su sangre fue mezclada con la madera del instrumento mientras aún estaba viva, conservando así su consciencia en un estado de perpetua agonía.

Supe entonces que el violonchelo no era meramente un receptáculo de almas; era un conducto entre dimensiones, un resonador que amplificaba frecuencias normalmente inaudibles para el oído humano. Cada nota interpretada en él abría momentáneamente un pasaje entre nuestro mundo y un plano de existencia donde las almas capturadas por Mörder subsistían en un estado de conciencia atemporal. Y lo más aterrador: aquel plano de existencia albergaba entidades mucho más antiguas y terribles que aquellas almas humanas, seres que habían detectado la apertura de aquel pasaje y aguardaban pacientemente la oportunidad de atravesarlo.

Mi última sesión con el instrumento ocurrió hace tres noches. Había decidido interpretar una composición propia, una pieza que incorporaba secuencias tonales basadas en mis investigaciones sobre las frecuencias de resonancia del violonchelo. A medida que avanzaba en la ejecución, percibí cómo la resistencia habitual de las cuerdas disminuía progresivamente, como si una barrera invisible estuviera disolviéndose. El sonido adquirió una cualidad imposible, multiplicándose en armónicos que ningún instrumento convencional podría producir.

La temperatura de la habitación descendió bruscamente. Las llamas de las velas se tornaron azules, proyectando sombras que se movían independientemente de cualquier objeto físico. Y entonces la vi con total claridad: Elisabeth, materializada ante mí con una solidez casi tangible, su figura etérea envuelta en un resplandor violáceo. Su rostro, de una belleza sobrecogedora, mostraba una expresión de urgencia y terror.

“Debes destruirlo,” articuló sin que sus labios se movieran, su voz resonando directamente en mi mente. “No soy la única atrapada aquí, y no todos deseamos liberación. Algunos anhelan un huésped, un cuerpo que habitar. Él viene. El más antiguo viene.”

Antes de que pudiera responder, una vibración anómala recorrió el violonchelo, tan intensa que las cuerdas comenzaron a deshilacharse. La figura de Elisabeth se distorsionó, como absorbida por una fuerza invisible hacia el interior del instrumento. Y entonces, emergiendo desde el cuerpo del violonchelo, vi una forma imposible, una geometría ajena a nuestro espacio tridimensional que, al intentar materializarse en nuestro plano, adoptaba fragmentos de anatomía vagamente humanoide pero reconfigurados en patrones blasfemos.

El horror me paralizó momentáneamente, pero el instinto de supervivencia prevaleció. Arrojé el instrumento contra la chimenea encendida y huí de la habitación, cerrando y atrancando la puerta tras de mí. Los sonidos que siguieron no pueden ser descritos con palabras humanas: una cacofonía de notas imposibles, gritos multidimensionales y un lamento final que pareció provenir simultáneamente de todas las direcciones.

Cuando al amanecer recobré el valor para regresar a la sala, encontré el violonchelo parcialmente carbonizado pero, para mi consternación, no completamente destruido. La cabeza tallada permanecía intacta, sus ojos ahora innegablemente vivos, siguiéndome con una mirada de odio trascendental. Una sustancia negruzca había manado abundantemente del interior del instrumento, formando en el suelo patrones que recordaban a escrituras en un lenguaje desconocido.

Comprendí que el fuego convencional no bastaría para destruir un objeto imbuido de semejante poder. Tras consultar antiguos tratados de ocultismo que había adquirido durante mi investigación, determiné que solo la combinación precisa de ciertos elementos rituales podría neutralizar permanentemente la amenaza. He reunido los componentes necesarios y esta noche, durante la luna nueva, intentaré el exorcismo final.

Sin embargo, el tiempo se agota. Desde el incidente, he notado cambios en mí mismo. En ocasiones pierdo la noción del tiempo, recuperando la consciencia en estancias diferentes sin recordar haberme desplazado a ellas. He descubierto marcas en mis brazos que parecen corresponderse con los puntos de apoyo del violonchelo. Y lo más perturbador: me sorprendo tarareando melodías que jamás he escuchado, en tonalidades que desafían la escala tradicional.

Esta mañana, al afeitarme, creí vislumbrar fugazmente otro rostro superpuesto al mío en el espejo: no el de Elisabeth, sino uno inhumano, de ángulos imposibles y una antigüedad abismal. Temo que durante aquel breve contacto, algo logró introducirse en mí, algo que aguarda pacientemente su momento para emerger por completo.

Si este manuscrito es hallado y yo he desaparecido, suplico a quien lo lea que destruya por completo el violonchelo siguiendo el ritual detallado en el sobre sellado que acompaña estas páginas. No intente bajo ninguna circunstancia hacerlo sonar, ni siquiera una nota. Y si me encuentra, o a lo que quede de mí, no confíe en lo que vea. Porque ya no estoy seguro de ser yo quien habita este cuerpo, ni de estar solo en las profundidades de mi consciencia.

La noche cae. Él se acerca. Y la música, la terrible música, comienza nuevamente a sonar en mi cabeza.


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