El concepto de cuento suele aceptarse sin cuestionar, pero ¿y si te dijera que es una construcción que limita la percepción del relato? No todos los relatos buscan encantar o manipular; algunos simplemente narran sin disfraces ni artimañas. Esta confusión diluye el valor de la palabra y de la experiencia literaria. En este texto, desafiamos la idea convencional para revelar la verdadera esencia que diferencia cuento de relato. ¿Listo para cuestionar?
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Imágenes Canva AI
La buena pedrada
Por Carlos G. Burgos
Un poco más que a menudo, me encuentro con quien considera que relato y cuento son lo mismo. Tal vez, esta confusión se deba a que el significado que aparece en la RAE define ambos términos de forma que los convierte en sinónimos. Sin embargo, en lo que al oficio literario se refiere, suponen dos formatos bien distintos, por estar dotados de claves e intenciones diferentes. Y aunque es cierto que, alguna que otra vez, me he encontrado un texto que navega con pericia entre estas dos aguas, debo insistir: cada una posee su grado de acidez, y salinidad.
El problema aparece cuando quien escribe un cuento se toma la molestia de enviarlo a un concurso de relato —o viceversa—. Pero, sobre todo, si los organizadores, tanto como los jueces de dicho certamen, lo admiten y valoran igual que si fueran lo mismo. Por eso, voy a aprovechar esta oportunidad para explicaros —a quien quiera dejar de cometer este error— la diferencia que supone un formato de otro y para qué sirven.
Tal vez así, en adelante, habrá quien pueda utilizar el que más le conviene, según las características y necesidades de la historia que quiere narrar. Bien, para empezar, la intención de todo cuento es la de advertir o enseñar y lo hace tratando un tema de forma fantasiosa, que sirve para ocultar esa parte real del problema o peligro —por lo descarnada que puede resultar la realidad—, dotando a algunos elementos importantes de la historia con otra forma, que suele ser alegórica o fantasiosa.
¿O acaso crees que el cuento de Caperucita Roja advierte sobre el peligro de que te ataque un lobo real en mitad del bosque? Evidentemente, no es así. Para empezar, porque, de momento, no hay lobos capaces de hablar. Por otra parte, la primera versión de esta historia —que fue oral y que luego se adjudicaron varios autores— se da en la Europa rural de la Edad Media. Un periodo en el que era habitual que la mayoría de los niños tuviesen que trabajar. Lo que, además, implicaba hacer recados de una villa a otra, o de una granja a un pueblo, por ejemplo. Así, en cada tramo del camino, a través de bosques y parajes solitarios, se podían encontrar con tarados y pederastas. O sea, con alguien que finge amabilidad, pero tiene muy malas intenciones.
Además, por si fuera poco, este cuento te advierte de que este peligro puede estar en el seno de tu propia familia. Puesto que es cierto que, estadísticamente, muchos casos de abuso sexual los perpetra un familiar o alguien muy cercano a la familia de la víctima. De ahí que, en casi todas las versiones del cuento, el lobo se disfrace de abuela para atacar a Caperucita desde la cama, como símbolo visible de un objeto que suele propiciar las relaciones sexuales.
Esto lo señalo por si todavía hay alguien que no lo ve, con un: —Pero ¿cómo un cuento infantil va a tratar un tema truculento? —Pues claro. De hecho, un cuento puede —y debe— tratar sobre cualquier asunto que implique una advertencia, enseñanza o peligro. Por esa razón, además, ninguno de los elementos que conforman un cuento está ahí por casualidad, aunque haya veces que lo parezca.
—¿Pero, entonces, por qué no se señala el peligro directamente? —Pues porque, en aquella época, podía darse la circunstancia de que el tarado —o pederasta— en cuestión fuese alguien con poder. Como, por ejemplo, un señor feudal, que disponía de su villa tanto como de todos los que consideraba, por derecho, sus villanos, para saciar su apetito, por indigno y reprobable que pudiera ser.
Esta es la razón de que el cuento avise de que existe un peligro, pero sin señalar la forma real del culpable; no fuera a darse por aludido, a cuenta del pescuezo de quien va por ahí contándolo. Así que Caperucita Roja es un cuento con tinte de fábula, puesto que en el momento que aparece un animal que habla cumple un requisito fundamental de otra clase de cuento, en el que los animales sirven para señalar el comportamiento humano y no el perfil de la persona que suele exhibir dicho comportamiento.
De esta forma, puedo decir que hay quien se comporta como una liebre y quien parece una tortuga, pero no estoy diciendo: usted es liebre y usted, tortuga; o lo parece, cada vez que esconde el cuello entre los hombros.
En cambio, en cuanto al relato se refiere, también puede aparecer la fantasía, aunque no tiene la misma utilidad que en el cuento. Ya que este formato no sirve para ocultar la realidad y se usa para referirse a un tema de forma metafórica, comparativa o con cierta elegancia, conectando grupos de elementos que tienen ciertos nexos comunes, llamados semas, que hacen isotopía entre sí formando lo que se conoce como campo semántico.
Pongo el ejemplo del ecosistema natural de un arrecife marino, con el que se podría comparar un bufete de abogados, en el que los pasantes se esconden en sus cubículos —igual que cangrejos ermitaños— tratando de pasar desapercibidos, mientras fingen estar bien cubiertos por algo que parezca tenerlos muy ocupados. Al tiempo que los socios, como tiburones encorbatados, transitan por los pasillos en busca de ése que no merece trabajar en su firma, por no estar haciendo bien su trabajo.
Por poner otro ejemplo, para que se entienda mejor: el protagonista —del último relato que he escrito— es un muchacho capaz de convertirse en perro cada vez que su padre le pega una paliza. Sin embargo, no estoy hablando del factor mágico que le permitiría hacer tal cosa, como si fuera una transformación real —aunque en algún párrafo pueda parecerlo—, para no tratar directamente el tema del maltrato en la infancia. Sino que me sirvo de ello para mostrar cómo se siente el personaje y de qué manera encaja toda la crudeza que le impone la realidad en su mente infantil.
Por otra parte, cuando le extirpamos este ingrediente fantasioso —porque a veces puede resultar forzado—, nos queda lo que se conoce como: el relato de lo posible. En este caso, un buen ejemplo es todo lo que comprende la obra escrita de Raymond Carver, que son relatos sin un ápice de fantasía —aunque hay quien insiste en llamarlo maestro del cuento—.
Por último, y para no hacer más larga esta entrada, que se me ha ido de madre, diré, dejándolo por escrito, que:
El cuento es tirar la piedra y esconder la mano, mientras que el relato es pegarle una pedrada a un escaparate, delante de testigos, con un pedrusco bien envuelto en papel de regalo.
Índice temático del artículo:
cuento literario, relato breve, narratología, fantasía en la literatura, Raymond Carver, estructura narrativa, Caperucita Roja, metáfora narrativa, escritura creativa, pedagogía del cuento
Sobre el autor
Carlos G. Burgos ha sido finalista del concurso de guion de la Escuela Work in Progress 2024, ganador del accésit del Premio Gabriel Aresti 2019 (Ayuntamiento de Bilbao) y finalista de La Gran Ilusión 2017 (Cines Renoir). Ha obtenido, entre otros, el Premio Hebe Plumier, el reconocimiento Les Filanderes, y ha sido distinguido en los Premis Literaris Constantí (Silva Editorial). Asimismo, ha sido finalista del certamen Cosecha Eñe en dos ediciones (2010 y 2016), ganador semanal de Relatos en Cadena (SER / Escuela de Escritores), del concurso de ciencia ficción “Jóvenes Investigadores”, y del certamen literario Fernán Núñez.
Esta semblanza recoge solo una parte de su trayectoria literaria.
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