Entre la quietud del ser y el vértigo del estar se despliega la trama invisible de nuestra existencia. Habitamos un territorio intermedio donde lo eterno y lo efímero se rozan, donde cada instante promete una identidad que se disuelve al ser vivida. En esa oscilación constante entre permanencia y cambio, ¿encontramos sentido o solo la ilusión de poseerlo? ¿Somos realmente o simplemente estamos siendo?


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La Danza del Ser y el Estar: Explorando la Transitoriedad de la Existencia Humana


La existencia humana se revela como un equilibrio precario entre el ser y el estar, dos dimensiones que definen nuestra condición en el mundo. El ser evoca una permanencia esencial, una identidad fija que trasciende el tiempo, mientras que el estar captura la fluidez del momento presente, el flujo incesante de estados efímeros. En la filosofía de la vida, esta distinción entre ser y estar ilumina la impermanencia inherente a nuestra realidad. Casi siempre estamos, navegando por instantes que se desvanecen sin dejar huella duradera, lo que subraya la fragilidad de nuestra presencia en el universo. Esta tensión no es mera abstracción; permea cada decisión, cada relación y cada reflexión sobre el propósito humano. Al reconocer esta danza, comenzamos a apreciar cómo la transitoriedad moldea nuestra comprensión del yo y del cosmos.

En el corazón de la diferencia entre ser y estar yace la ilusión de la permanencia. El ser sugiere una esencia inmutable, un núcleo que permanece intacto ante las vicisitudes del tiempo. Sin embargo, la condición humana nos condena mayoritariamente al estar: un estar contingente, marcado por cambios impredecibles y contextos variables. Filósofos como Martin Heidegger han explorado esta brecha, argumentando que el Dasein —nuestra existencia arrojada al mundo— es fundamentalmente temporal. No somos entidades estáticas, sino seres-en-el-tiempo, donde cada momento despliega posibilidades que se disipan rápidamente. Esta fluidez inevitable nos confronta con la ausencia de una forma definitiva, recordándonos que la vida es un encadenamiento de transiciones, no un estado fijo. En este sentido, la aceptación de la impermanencia se convierte en un pilar para navegar la existencia humana con mayor profundidad.

La impermanencia de la existencia se manifiesta en las capas cotidianas de nuestra experiencia. Consideremos las relaciones interpersonales: estamos juntos en un instante compartido, pero el ser colectivo permanece esquivo, disuelto por el paso del tiempo y las divergencias inevitables. De igual modo, en el ámbito profesional o creativo, nos encontramos inmersos en proyectos efímeros que reflejan estados transitorios de inspiración o esfuerzo. Esta sucesión de momentos efímeros, sin anclaje en una identidad única, genera una ansiedad existencial que muchos intentan mitigar mediante rutinas o logros simbólicos. No obstante, tales intentos solo acentúan la brecha entre el ideal del ser —pleno e inmutable— y la realidad del estar, que nos obliga a adaptarnos constantemente. Así, la filosofía de la transitoriedad nos invita a valorar estos instantes fugaces como portadores de significado auténtico.

Profundizando en la filosofía del ser y el estar, encontramos que el ser demanda una trascendencia que escapa a las limitaciones biológicas y psicológicas del humano. Requiere una elevación por encima de la temporalidad, un abrazo a lo eterno que choca con nuestra mutabilidad inherente. Jean-Paul Sartre, en su análisis del ser-para-sí, describe esta lucha como una náusea ante la contingencia: somos condenados a la libertad de elegir en cada estar, sin la solidez de un ser predeterminado. Esta perspectiva resalta cómo la existencia humana transitoria nos posiciona como peregrinos en un camino incierto, tanteando identidades provisionales. La incapacidad para alcanzar esa plenitud no es fracaso, sino rasgo definitorio de nuestra evolución incompleta. En lugar de lamentarlo, podemos transformar esta limitación en una fuente de empatía hacia nuestra condición compartida.

La aceptación de la mutabilidad en la vida emerge como una sabiduría práctica derivada de esta reflexión. Al contemplar nuestra transitoriedad, dejamos de buscar certezas ilusorias y abrazamos el devenir perpetuo de la existencia. En tradiciones orientales, como el budismo, la impermanencia (anicca) se erige como verdad fundamental, invitando a una mindfulness que disuelve el apego al ser fijo. Aplicado al contexto occidental, este principio fomenta una ética de la presencia: vivir plenamente en el estar, reconociendo que cada estado efímero enriquece el tapiz de la vida. Por ejemplo, en momentos de crisis —pérdidas personales o cambios globales— la comprensión de la fluidez inevitable ofrece consuelo, transformando el dolor en oportunidad para renacer. Así, la danza entre ser y estar no es mera metáfora, sino guía para una existencia más resiliente y conectada.

Explorando las implicaciones éticas de la diferencia entre ser y estar, observamos cómo esta dualidad influye en nuestra interacción con el entorno. El estar nos ancla en lo inmediato, fomentando decisiones impulsadas por el contexto actual, lo que puede llevar a inconsistencias morales si no se equilibra con una aspiración al ser. Un ser ético implicaría coherencia trascendental, una integridad que perdura más allá de las circunstancias. Sin embargo, dada nuestra prisión en la temporalidad, la virtud reside en la autenticidad momentánea: actuar con integridad en cada instante, sabiendo que el ser pleno es un horizonte, no un destino. Esta aproximación mitiga el nihilismo que podría surgir de la transitoriedad, convirtiendo la impermanencia en catalizador para el crecimiento moral y social. En sociedades aceleradas, donde el cambio es norma, cultivar esta conciencia previene la alienación y promueve la solidaridad humana.

La existencia humana transitoria también se entrelaza con interrogantes sobre el legado y la memoria. ¿Cómo cristalizamos nuestro estar en un ser perdurable? A través de narrativas culturales, arte y ciencia, intentamos fijar instantes en estructuras simbólicas que simulen permanencia. Un poema o una teoría científica trasciende el momento de su creación, ofreciendo un eco del ser que el individuo no puede alcanzar en vida. No obstante, incluso estos legados están sujetos a reinterpretaciones y olvidos, subrayando la fluidez universal. Esta realidad invita a una humildad ontológica: en lugar de obsesionarnos con la inmortalidad, valoramos el impacto efímero pero profundo de nuestras acciones. La filosofía de la impermanencia, así, reorienta el enfoque hacia el valor intrínseco del presente, liberándonos de la tiranía de lo eterno.

En el ámbito psicológico, la impermanencia y su impacto en la salud mental revelan tensiones profundas. La búsqueda obsesiva del ser —a través de identidades rígidas o metas inalcanzables— genera ansiedad y depresión cuando el estar revela su volatilidad. Terapias contemporáneas, inspiradas en la psicología existencial, promueven la aceptación radical de la transitoriedad como antídoto. Al reconocer que somos un flujo de estados, no una esencia fija, reducimos el sufrimiento autoimpuesto. Esta perspectiva alinea con estudios que vinculan la mindfulness a menor estrés, demostrando cómo abrazar el estar fomenta resiliencia emocional. En última instancia, la diferencia entre ser y estar se convierte en herramienta terapéutica, empoderando a individuos para navegar la existencia con mayor ecuanimidad y apertura al misterio de la vida.

Reflexionando sobre el rol de la filosofía de la transitoriedad en la era digital, notamos cómo la hiperconectividad acelera el estar, fragmentando la experiencia en actualizaciones efímeras. Plataformas sociales perpetúan esta fluidez, donde identidades se reconfiguran en segundos, exacerbando la distancia al ser. Sin embargo, esta aceleración ofrece oportunidades para una conciencia ampliada: al exponernos a diversidad de estados globales, cultivamos empatía por la impermanencia compartida. La existencia humana, en este contexto, se enriquece mediante narrativas colectivas que trascienden lo individual, tejiendo un tapiz de estar interconectado. Adoptar esta visión optimista transforma el caos digital en espacio para innovación ética, donde la mutabilidad se celebra como motor de progreso humano.

La sombra de la muerte, como punto de cristalización del ser, añade una capa ineludible a esta danza. Solo en su inexorabilidad, el flujo del estar se detiene, ofreciendo una unidad final que elude la vida. Esta perspectiva, lejos de ser morbosa, ilumina la urgencia del presente: sabiendo que el ser pleno nos espera en el fin, intensificamos el valor de cada instante. En la filosofía de la vida, la muerte no es enemiga, sino recordatorio de la transitoriedad que da sentido al estar. Cultivar esta aceptación mitiga el miedo existencial, permitiendo una vida más audaz y plena. Así, la impermanencia se transmuta en gracia, invitándonos a danzar con ligereza en el vasto río de la existencia.

Finalmente, en la aceptación de la impermanencia como sabiduría existencial, hallamos la culminación de esta exploración. Reconocer nuestra incapacidad para el ser no implica resignación, sino liberación: al soltar la ilusión de permanencia, abrazamos el sublime misterio del estar. Esta sabiduría, arraigada en la filosofía del ser y el estar, nos equipa para enfrentar la mutabilidad con serenidad y curiosidad. La existencia humana, en su devenir perpetuo, se revela no como carga, sino como privilegio —un lienzo de momentos efímeros que pintamos con autenticidad.

En esta danza constante, descubrimos que la verdadera plenitud reside no en la fijación, sino en el flujo; no en el ser inalcanzable, sino en el estar vibrante y eterno en su fugacidad. Así, la transitoriedad no nos define por defecto, sino por elección: optamos por vivirla con profundidad, honrando la esencia frágil de nuestra humanidad compartida.


Referencias 

Bergson, H. (1911). Creative evolution. Henry Holt and Company.

Heidegger, M. (1962). Being and time (J. Macquarrie & E. Robinson, Trans.). Harper & Row. (Original work published 1927)

Sartre, J.-P. (1956). Being and nothingness: An essay on phenomenological ontology (H. E. Barnes, Trans.). Philosophical Library. (Original work published 1943)

Suzuki, D. T. (1970). Zen mind, beginner’s mind. Weatherhill.

Tillich, P. (1952). The courage to be. Yale University Press.


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