Entre la soledad de un ermitaño y la opulencia del Vaticano, Pietro Angeleri di Murrone ascendió al trono de San Pedro como Celestino V, un hombre cuya humildad desafiaba las ambiciones del poder eclesiástico. Su breve papado y renuncia voluntaria sacudieron la Iglesia del siglo XIII, dejando un legado de integridad y fe profunda. ¿Qué impulsa a un líder a abandonar la máxima autoridad? ¿Puede la vocación personal prevalecer sobre el deber institucional?
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El Legado del Papa Ermitaño: Celestino V y la Renuncia que Conmovió a la Historia
En el turbulento siglo XIII, la Iglesia católica enfrentaba divisiones profundas entre facciones nobles y presiones políticas que paralizaban su liderazgo. Fue en este contexto de incertidumbre donde emergió una figura singular: Pietro Angeleri di Murrone, conocido como Celestino V, el papa ermitaño cuya breve investidura y renuncia voluntaria marcaron un precedente inédito en la historia papal. Elegido en 1294 tras dos años de sede vacante, Celestino V encarnó el ideal de humildad evangélica, rechazando el lujo y el poder temporal. Su decisión de abdicar, motivada por el deseo de “salvar su alma”, no solo sorprendió a la cristiandad, sino que inspiró debates teológicos y literarios perdurables. La historia de Celestino V, el papa que dijo “no” al trono de San Pedro, revela las tensiones entre espiritualidad ascética y las demandas de la gobernanza eclesiástica, un tema que resuena en discusiones contemporáneas sobre liderazgo y renuncia en la Iglesia.
La vida temprana de Celestino V se forjó en la austeridad de los Abruzos italianos, una región montañosa que moldeó su vocación eremítica. Nacido alrededor de 1215 en una familia campesina de Molise, como undécimo hijo de Angelo Angelerio y Maria Leone, Pietro creció en la pobreza y la devoción. Huérfano de padre en la infancia, ingresó joven al monasterio benedictino de Santa Maria di Faifoli, donde su rigor ascético pronto lo destacó. A los 24 años, ordenado sacerdote, abandonó la vida comunitaria por el aislamiento de una cueva en el Monte Morrone, imitando a Juan el Bautista con ayunos extremos, cadenas de hierro y oraciones incesantes. Esta elección por la soledad no fue mera excentricidad, sino una respuesta profunda a las corrupciones eclesiásticas de su época, marcadas por nepotismo y luchas güelfo-gibelinas. La fama de sus penitencias atrajo discípulos, impulsando la fundación de los Ermitaños de Majella en 1251, aprobados como Orden de los Celestinos por Urbano IV en 1264. Así, la biografía de Celestino V como ermitaño prefiguraba su papado: un rechazo radical al mundo que lo elevaría, paradójicamente, al pináculo del poder.
La elección de Celestino V como papa en 1294 surgió de una crisis prolongada que amenazaba la unidad de la Iglesia. Tras la muerte de Nicolás IV en abril de 1292, el Colegio Cardenalicio, dividido entre los clanes Orsini y Colonna, y presionado por el rey Carlos II de Anjou, languideció en un cónclave estéril en Perugia durante dos años y tres meses. En este vacío, la figura de Pietro di Murrone, el venerable eremita de 79 años, emergió como solución providencial. Su reputación de santidad, alimentada por milagros atribuidos y cartas proféticas advirtiendo castigos divinos, convenció a los cardenales de su idoneidad. El 5 de julio de 1294, por aclamación unánime, lo designaron sucesor de Pedro, un proceso inusual que omitió votación formal y reflejaba la desesperación del momento. Pietro, reacio, aceptó tras oración, declarando: “Acepto por obediencia a Dios”. Su coronación el 29 de agosto en la Basílica de Collemaggio en L’Aquila, a lomos de un asno y vestido con hábitos monacales, simbolizó la humildad que definiría su pontificado. La elección del papa Celestino V no solo resolvió la sede vacante, sino que inyectó un soplo de pureza ascética en una Curia viciada por intrigas.
El papado de Celestino V, aunque efímero —apenas cinco meses—, se caracterizó por gestos de reforma que contrastaban con la opulencia romana. Instalada la sede en Nápoles bajo la tutela de Carlos II, rechazó palacios lujosos por una celda de tablas en el Castel Nuovo, donde continuaba sus disciplinas eremíticas. Una de sus primeras acciones fue instituir el “Perdón de Collemaggio”, un jubileo indulgente concedido el 29 de agosto de 1294, atrayendo peregrinos y estableciendo un ritual anual que perdura. Nombró doce cardenales, priorizando monjes y franceses, en un intento de monacizar la Curia inspirado en las visiones joaquinistas de un gobierno espiritual. Apoyó a los franciscanos espirituales, permitiéndoles una orden autónoma de “Hermanos de la Vida Pobre”, separada de la rama conventual. Sin embargo, su inexperiencia en diplomacia eclesiástica lo expuso a manipulaciones: firmó bulas controvertidas, como la exención de impuestos eclesiásticos para Sicilia, y toleró influencias angevinas que alienaron a la nobleza romana. La historia del papa Celestino V durante estos meses ilustra el choque entre ideal evangélico y realidad política, donde su pureza se convirtió en vulnerabilidad ante las maquinaciones curiales.
La renuncia del papa Celestino V el 13 de diciembre de 1294 representa un acto de coraje espiritual sin precedentes en la tradición católica. En una bula solemne leída ante los cardenales, declaró: “Yo, Celestino V, movido por consideraciones de humildad y debilidad corporal, y por la malicia de los hombres, abandono libremente el pontificado para recuperar la paz perdida”. Esta decisión, gestada en soledad y asesorada por el cardenal Benedetto Caetani —futuro Bonifacio VIII—, respondía a su convicción de incapacidad para gobernar, priorizando la salvación personal sobre el deber público. Teólogos medievales debatieron su validez canónica, ya que el papa carece de superior terreno, pero Bonifacio VIII la ratificó en el Liber Sextus, estableciendo el precedente legal para abdicaciones futuras. En Nápoles, la noticia provocó conmoción: multitudes suplicaron que retractara, temiendo cisma, pero Celestino despojó sus vestiduras papales y retomó su hábito eremita. La renuncia de Celestino V no fue cobardía, como algunos contemporáneos la tildaron, sino un testimonio de libertad evangélica, cuestionando si el poder eclesiástico debe anteponerse a la vocación interior. Este episodio, clave en la biografía de Celestino V, subraya las tensiones inherentes al ministerio petrino.
Las consecuencias inmediatas de la renuncia de Celestino V precipitaron una sucesión marcada por ambición y temor a la inestabilidad. Nueve días después, el 24 de diciembre, los cardenales eligieron a Benedetto Caetani como Bonifacio VIII, quien rápidamente revocó bulas celestinas y trasladó la Curia a Roma. Para evitar un antipapa, Bonifacio ordenó a Celestino acompañarlo, pero el ex pontífice escapó al Monte Morrone, donde monjes lo aclamaron como legítimo. Perseguido, intentó huir a Grecia, pero una tormenta lo impidió; capturado cerca del Gargano, fue confinado en la torre del castillo de Fumone, cerca de Anagni. Allí, en una celda angosta, bajo vigilancia estricta pero con dos monjes asistentes, Celestino V pasó sus últimos meses en oración y ayuno. Su encarcelamiento, justificado por Bonifacio como protección contra facciones, generó rumores de maltrato y conspiraciones. La muerte de Celestino V el 19 de mayo de 1296, a los 81 años, cerró un capítulo de drama eclesiástico, sepultado inicialmente en Ferentino antes de su traslado a Collemaggio. Este período post-renuncia revela cómo la humildad de Celestino V amenazaba el statu quo, convirtiéndolo en peón de poderes mayores.
La muerte de Celestino V en Fumone ha alimentado controversias históricas sobre si fue víctima de asesinato para silenciar escándalos potenciales. Fuentes contemporáneas, como crónicas napolitanas, describen su deceso pacífico en oración, pero leyendas posteriores sugieren envenenamiento o estrangulamiento ordenado por Bonifacio VIII, temeroso de que el ermitaño inspirara revueltas. Análisis forenses en 2009, tras el terremoto de L’Aquila, revelaron un clavo en su cráneo —posiblemente de una corona de espinas devocional—, descartando trauma letal pero avivando especulaciones. Historiadores como Peter Herde argumentan que su confinamiento fue más custodia que prisión cruel, alineado con la pragmática eclesiástica medieval. No obstante, el encierro de Celestino V simboliza el precio pagado por desafiar el poder: un santo reducido a cautivo. Esta narrativa, entrelazada con la renuncia del papa Celestino V, ilustra las sombras de la política vaticana en el Bajo Medievo, donde la santidad colisiona con la ambición.
El legado literario de Celestino V alcanza su cima en la Divina Comedia de Dante Alighieri, donde el ex papa encarna el arquetipo de la cobardía moral. En el Canto III del Infierno, Dante lo sitúa en el Vestíbulo, entre los neutrales que “no tomaron partido”, descrito como “aquel que por vileza hizo el gran rechazo”. Esta alusión velada critica la abdicación de Celestino V por abrir la puerta a Bonifacio VIII, a quien Dante vilipendia como corrupto y causante de males eclesiásticos. Para el florentino, exiliado güelfo blanco, la renuncia facilitó el ascenso de un papa simoníaco, exacerbando la decadencia moral de la Iglesia. Sin embargo, interpretaciones modernas, como las de Ignazio Silone en La aventura de un pobre cristiano, rehabilitan a Celestino V como héroe de la conciencia, un “pobre cristiano” que priorizó la pobreza franciscana sobre el trono. La influencia de Celestino V en Dante y la literatura posterior —desde poemas de Cavafis hasta novelas de Ferniot— transforma su historia en metáfora universal de renuncia ética, enriqueciendo el debate sobre deber y libertad personal.
La canonización de Celestino V en 1313 por Clemente V, bajo presión de Felipe IV de Francia y devoción popular, selló su vindicación póstuma. Evitando declararlo mártir para no incriminar a Bonifacio VIII, el papa avignonés usó su nombre secular, Pietro del Morrone, para afirmar la legitimidad de la sucesión. Sus reliquias, trasladadas a la Basílica de Collemaggio, se convirtieron en foco de peregrinación, atrayendo a Benedicto XVI en 2009, quien dejó su palio como gesto simbólico antes de su propia renuncia. El culto a San Celestino V, festivo el 19 de mayo, celebra su orden celestina —hoy integrada en los benedictinos— y el Perdón de Collemaggio, un jubileo laico-religioso que fusiona fe y tradición abruzzesa. Este reconocimiento tardío contrasta con su estigmatización dantesca, destacando cómo el tiempo transmuta la controversia en santidad. El legado de Celestino V como santo ermitaño inspira movimientos de renovación espiritual, recordando que la verdadera autoridad radica en la humildad, no en el poder.
En conclusión, la trayectoria de Celestino V encapsula las paradojas del liderazgo eclesiástico medieval: un ermitaño elevado al solio petrino por su santidad, solo para abdicar ante su peso insoportable. Su renuncia, lejos de ser un acto de debilidad, fue un testimonio audaz de priorizar la vocación interior sobre las demandas institucionales, estableciendo un modelo para papas como Gregorio XII y Benedicto XVI. Aunque Dante lo condenó por “el gran rechazo”, la historia de Celestino V revela su coraje en un mundo de intrigas, donde rechazar el lujo y el control fue revolucionario. Su influencia perdura en la literatura, la liturgia y el debate teológico, recordándonos que la salvación del alma trasciende el deber público.
En última instancia, Celestino V, el papa que dijo “no”, pagó el precio de la libertad evangélica, pero legó a la cristiandad un ejemplo eterno de integridad espiritual, invitándonos a reflexionar sobre el costo de la autenticidad en tiempos de crisis.
Referencias
Caiazza, D. (2005). Il segreto di San Pietro Celestino. Textus.
Herde, P. (2012). Celestino V. En Dizionario Biografico degli Italiani (Vol. 23). Istituto della Enciclopedia Italiana.
Kelly, J. N. D. (1989). The Oxford dictionary of popes. Oxford University Press.
Mezzadri, L. (2001). Storia della Chiesa: Tra Medioevo e Rinascimento (Vol. 3). Libreria Ateneo Salesiano.
Rendina, C. (2002). I papi: Storia e segreti. Newton & Compton.
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