Entre el calor sofocante y un río convertido en cloaca abierta, Londres descubrió en 1858 que incluso una gran potencia podía arrodillarse ante su propia suciedad. El hedor del Támesis no solo paralizó al Parlamento: obligó a replantear la relación entre ciudad, ciencia e infraestructura. ¿Cómo llegó la capital del mundo victoriano a este límite? ¿Y por qué aquel verano marcaría un antes y un después en la historia urbana?
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El Gran Hedor de 1858: El punto de inflexión que transformó Londres y la sanidad urbana moderna
En el verano de 1858, Londres vivió uno de los episodios más dramáticos de su historia reciente. El calor extremo y la ausencia de lluvias convirtieron el río Támesis en un depósito abierto de excrementos humanos, residuos industriales y cadáveres de animales. El hedor era tan intenso que impregnaba las calles, entraba en las casas y obligaba a los parlamentarios a empapar las cortinas del Palacio de Westminster con cloruro de cal. Este fenómeno, conocido desde entonces como el Gran Hedor o Great Stink, paralizó la vida cotidiana y evidenció la absoluta insalubridad de la metrópoli más grande del mundo victoriano.
La ciudad había crecido de forma vertiginosa durante la primera mitad del siglo XIX. Entre 1801 y 1851, la población londinense se duplicó hasta superar los 2,3 millones de habitantes. Ese crecimiento demográfico desbordó por completo la antigua red medieval de alcantarillado, compuesta principalmente por canales abiertos y fosas sépticas que vertían directamente al Támesis. El río, que antes era fuente de agua potable y vía de transporte, se convirtió en la principal cloaca de Londres. Cada día se arrojaban al agua más de 400 toneladas de desechos humanos sin ningún tratamiento previo.
Durante décadas, las autoridades habían ignorado las advertencias de médicos y científicos. Epidemias recurrentes de cólera —1831-1832, 1848-1849 y 1853-1854— se cobraron decenas de miles de vidas. Sin embargo, la teoría dominante de los miasmas sostenía que las enfermedades se transmitían por “malos aires” y no por el agua contaminada. Esta creencia retrasó la adopción de medidas estructurales, pues bastaba, según algunos, con mejorar la ventilación o quemar sustancias aromáticas. Solo el trabajo pionero del médico John Snow, quien en 1854 demostró la relación entre el cólera y una bomba de agua contaminada en Broad Street, comenzó a cuestionar seriamente la teoría miasmática.
El Gran Hedor de 1858 actuó como catalizador definitivo. El olor era tan insoportable que el Parlamento, ubicado a orillas del Támesis, tuvo que suspender sesiones. Los diputados, muchos de los cuales habían bloqueado durante años los proyectos de reforma sanitaria por considerarlos demasiado costosos, se vieron obligados a actuar. En apenas dieciocho días se aprobó el acta que creó la Metropolitan Board of Works y otorgó plenos poderes al ingeniero Joseph Bazalgette para diseñar y construir un sistema de alcantarillado completamente nuevo.
La solución propuesta por Bazalgette fue revolucionaria para su época. En lugar de verter los desechos directamente al río en el centro de la ciudad, diseñó una red de interceptores que recogían las aguas residuales antes de que llegaran al Támesis urbano y las conducían hacia el este, lejos del núcleo poblacional. Construyó 132 kilómetros de alcantarillas principales de ladrillo, con una sección ovalada que permitía el flujo por gravedad, y más de 1.800 kilómetros de alcantarillas secundarias. El sistema incluía cinco grandes arterias principales —tres al norte del río y dos al sur— que convergían en enormes estaciones de bombeo como la de Abbey Mills y Crossness.
Las obras comenzaron en 1859 y se prolongaron durante casi dos décadas. Bazalgette tuvo que superar enormes dificultades técnicas: trabajar bajo una ciudad en constante movimiento, excavar túneles a gran profundidad y prever el crecimiento futuro de Londres. De hecho, calculó el diámetro de las tuberías principales pensando en una población que duplicaría la actual en su época, demostrando una visión extraordinaria. Cuando se terminaron las obras en 1875, el sistema ya transportaba más de 420 millones de galones de aguas residuales al día.
El impacto sanitario fue inmediato y espectacular. Aunque la gran epidemia de cólera de 1866 aún afectó algunos distritos mal conectados al nuevo sistema, Londres nunca volvió a sufrir brotes masivos como los anteriores. La mortalidad por fiebre tifoidea y otras enfermedades hídricas disminuyó drásticamente. El Támesis comenzó un lento proceso de recuperación ecológica, y el hedor desapareció por completo del centro de la ciudad. El éxito del proyecto demostró de forma irrefutable que la salud pública dependía de la ingeniería sanitaria y no de teorías miasmáticas ni castigos divinos.
El sistema de alcantarillado de Bazalgette no solo resolvió el problema inmediato del Gran Hedor, sino que estableció un modelo replicado en ciudades de todo el mundo. París, Hamburgo, Buenos Aires, Tokio y muchas otras metrópolis adoptaron principios similares en las décadas siguientes. Además, la obra londinense incorporó innovaciones que siguen vigentes: el uso de la gravedad como fuerza motriz principal, la separación de aguas pluviales y residuales en algunos tramos, y la construcción de márgenes embovedados que ampliaron el espacio urbano junto al río.
Hoy, más de 160 años después, gran parte de la red original de Bazalgette sigue en funcionamiento. Aunque Londres ha tenido que ampliar y modernizar el sistema —el proyecto Thames Tideway Tunnel, conocido como “super sewer”, se completará en 2025 para hacer frente al crecimiento demográfico y al cambio climático—, las grandes alcantarillas victorianas continúan siendo la columna vertebral de la sanidad urbana londinense. Este hecho constituye un testimonio excepcional de la calidad de la ingeniería del siglo XIX y de la visión de largo plazo de su creador.
El Gran Hedor de 1858 nos enseña varias lecciones perdurables. Primero, que los problemas ambientales y sanitarios no se resuelven con medidas parciales o cosméticas, sino con intervenciones estructurales valientes y bien planificadas. Segundo, que la ciencia y la evidencia empírica deben prevalecer sobre creencias arraigadas, por muy extendidas que estén. Tercero, que la inversión en infraestructura invisible —esa que está bajo tierra y solo se nota cuando falla— es esencial para la calidad de vida y la salud de millones de personas.
Londres pasó de ser, en palabras de Charles Dickens, una ciudad donde “el Támesis era un río muerto” a convertirse en un referente mundial de planificación urbana y gestión de residuos. El hedor que aterrorizó a los victorianos se transformó en el impulso definitivo para la mayor revolución sanitaria de la historia moderna. El legado de Joseph Bazalgette y del Great Stink nos recuerda que incluso las crisis más apestosas pueden convertirse, con decisión y conocimiento, en oportunidades históricas de progreso.
Referencias
Halliday, S. (2011). The great stink of London: Sir Joseph Bazalgette and the cleansing of the Victorian metropolis. The History Press.
Jackson, L. (2014). Dirty old London: The Victorian fight against filth. Yale University Press.
Picard, L. (2005). Victorian London: The life of a city 1840-1870. Weidenfeld & Nicolson.
Snow, J. (1855). On the mode of communication of cholera (2nd ed.). John Churchill.
Trench, R., & Hillman, E. (1985). London under London: A subterranean guide. John Murray.
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