Entre portaaviones que irrumpen en el Caribe y potencias que reconfiguran silenciosamente las rutas globales, la Operación Southern Spear surge como un gesto que revela más de lo que aparenta. ¿Es este despliegue una simple operación táctica o el síntoma visible de un poder que ya no controla su propio hemisferio? ¿Qué significa realmente este movimiento en el tablero geopolítico actual?


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📷 Imagen generada por GPT-4o para El Candelabro. © DR

El Mare Nostrum Caribeño: La Operación Southern Spear como Exhibición de Poder Naval ante la Erosión Hegemónica Estadounidense (2025)


El despliegue del portaaviones USS Gerald R. Ford en el Mar Caribe durante noviembre de 2025, bajo la operación oficialmente denominada Southern Spear, ha sido presentado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos como una misión de interdicción al narcotráfico procedente de Venezuela. Sin embargo, la escala del dispositivo —un grupo de combate completo con destructores Aegis, cazabombarderos F/A-18 Super Hornet, aviones de guerra electrónica EA-18G Growler, bombarderos estratégicos B-52 y la integración en tiempo real de plataformas Palantir y Anduril— excede con mucho cualquier requerimiento operativo real contra el tráfico de drogas. Lo que Washington ejecuta no es una operación antinarcóticos proporcional, sino una exhibición calculada de poder naval destinada a compensar simbólica y materialmente la erosión acelerada de su hegemonía en el hemisferio occidental frente al avance chino y ruso.

El Caribe ha sido, desde la formulación de la Doctrina Monroe en 1823 y especialmente desde la teorización de Alfred Thayer Mahan en 1890, el mare nostrum estadounidense por excelencia. Mahan demostró que el poder global de una nación depende del control de las grandes rutas marítimas y de la capacidad de proyectar fuerza naval a distancias intercontinentales. Para una potencia talasocrática como Estados Unidos, el Caribe no es un teatro secundario: es el espacio vital que conecta el Atlántico con el Pacífico a través del Canal de Panamá, protege el flanco sur de su territorio continental y garantiza el acceso exclusivo a recursos energéticos y minerales críticos que hoy deciden la superioridad tecnológica militar.

En el vértice de esa geometría estratégica se encuentra Venezuela, poseedora de las mayores reservas probadas de petróleo del planeta (303 000 millones de barriles certificados por la OPEP) y de la octava mayor reserva de gas natural. A ello se suma la Faja Petrolífera del Orinoco, que contiene cantidades significativas de coltán, tantalio, níquel y elementos de tierras raras indispensables para baterías, misiles hipersónicos y sistemas de defensa avanzados. Perder influencia decisiva sobre estos recursos significaría, para Washington, ceder a China o a cualquier potencia revisionista la capacidad de condicionar las cadenas de suministro que sostienen la ventaja tecnológica occidental.

La comandante del Comando Sur, general Laura Richardson, lo expresó con crudeza en su testimonio ante el Congreso en marzo de 2023: Iberoamérica concentra el 60 % del litio mundial, enormes reservas de cobre, petróleo pesado, agua dulce y biodiversidad. “Tenemos mucho que perder si estos recursos caen bajo influencia china”, declaró. Esa lógica extractivista no es nueva, pero adquiere urgencia existencial en un contexto donde la Iniciativa de la Franja y la Ruta ha incorporado a 22 de los 33 países de América Latina y el Caribe, incluyendo prácticamente todos los que tienen costas atlánticas o acceso al Pacífico sur.

China no necesita (aún) una armada de alta mar comparable a la estadounidense para desafiar su dominio hemisférico. Le basta con el control logístico-comercial: puertos de aguas profundas en Chancay (Perú), Posorja (Ecuador), Mariel (Cuba), puertos en Jamaica, Bahamas, Uruguay y participación accionaria en el propio Canal de Panamá. Estos nodos pueden ser rápidamente militarizados en caso de conflicto, convirtiéndose en bases de aprovisionamiento para submarinos o buques de superficie. Además, la instalación masiva de redes 5G de Huawei proporciona capacidades duales de inteligencia de señales que erosionan la superioridad informativa estadounidense en la región.

La doctrina de Nicholas Spykman, que complementa y actualiza a Mahan, advertía que quien controle el Rimland —las franjas costeras que rodean los grandes continentes— controla el destino del Heartland. El Rimland sudamericano está compuesto precisamente por Venezuela, Colombia, Guyana, Brasil atlántico y el istmo centroamericano. El proyecto chino del corredor bioceánico (ferrocarril y carretera que unirán el Atlántico brasileño con el Pacífico peruano a través del megapuerto de Chancay) rompe el monopolio logístico estadounidense: los commodities sudamericanos podrán fluir directamente hacia Asia sin transitar por rutas marítimas dominadas por la US Navy ni pagar peajes en el Canal de Panamá.

En este contexto, la Operación Southern Spear debe leerse como una respuesta preventiva a la pérdida gradual del control talasocrático. El mensaje es múltiple y simultáneo: a Beijing le recuerda que cualquier intento de profundizar su presencia logística encontrará una respuesta militar inmediata; a Moscú le señala que la cooperación técnico-militar con Venezuela, Cuba y Nicaragua tiene límites infranqueables; a los gobiernos latinoamericanos les advierte que la autonomía estratégica basada en financiamiento chino tendrá costos; y al público doméstico estadounidense le ofrece la imagen reconfortante de un imperio que aún puede aparecer con 100 000 toneladas de diplomacia blindada en el patio trasero de quien ose desafiarlo.

El pretexto del narcotráfico no resiste el menor análisis. El 93 % del fentanilo que causa 110 000 muertes anuales por sobredosis en Estados Unidos ingresa por la frontera mexicana, sintetizado con precursores químicos fabricados en China. Venezuela dejó de ser ruta significativa de cocaína desde hace más de una década: la producción colombiana, peruana y boliviana se dirige mayoritariamente a Europa a través de puertos atlánticos controlados por la ‘Ndrangheta calabresa y carteles albaneses. El Gerald R. Ford no está allí para interceptar lanchas rápidas; está allí para ser visto por satélites chinos, rusos y por las cancillerías de la región.

Un elemento novedoso y profundamente inquietante es la integración orgánica de empresas tecnológicas de Silicon Valley al dispositivo militar. Palantir Technologies opera como el sistema nervioso central del Comando Sur: su plataforma Gotham fusiona en tiempo real datos de satélites comerciales (Starlink incluido), drones Reaper y Global Hawk, sensores terrestres Anduril Sentry, inteligencia de señales y fuentes humanas. Anduril, por su parte, despliega en la frontera colombovenezolana y en la triple frontera amazónica torres autónomas capaces de detectar movimiento humano a 3 km y drones Ghost 4 que operan sin intervención humana. La frontera entre contratista privado y Estado desaparece por completo.

Esta fusión corporativo-militar refleja una transformación cualitativa del complejo militar-industrial. Ya no son Boeing o Lockheed Martin los principales beneficiarios, sino empresas fundadas por ideólogos del “aceleracionismo de derecha” como Peter Thiel y Palmer Luckey. Alex Karp, CEO de Palantir, ha sido explícitamente darwiniano: “Occidente triunfó no por valores cristianos ni por el rule of law, sino por su superioridad en la aplicación organizada de violencia”. Esa honestidad brutal sobre los fundamentos materiales del poder contrasta con la retórica humanitaria que acompañó intervenciones pasadas y recuerda la realpolitik kissingeriana: cuando los intereses vitales están en juego, la legitimidad internacional se convierte en un lujo prescindible.

Desde la perspectiva gramsciana, la hegemonía es la combinación de coerción y consentimiento. Durante la Guerra Fría y el unipolarismo posterior a 1991, Estados Unidos logró que gran parte del mundo internalizara como natural y deseable su liderazgo. Ese consentimiento se erosiona rápidamente: el dólar pierde terreno como moneda de reserva, Hollywood ya no define la imaginación global, y las narrativas de democracia y derechos humanos suenan huecas tras el apoyo sostenido a golpes de Estado, dictaduras y operaciones de cambio de régimen cuando convenía. Cuando el consentimiento falla, la coerción debe aumentar para mantener el orden. Un portaaviones de 100 000 toneladas con 75 aeronaves a bordo es la forma más pura de coerción desnuda.

Estados Unidos enfrenta hoy una sobrecarga imperial sin precedentes. Mantiene compromisos simultáneos en Europa del Este (Ucrania), el Indo-Pacífico (Taiwán y Mar del Sur de China), Oriente Medio (Irán y sus proxies) y ahora el Caribe. El presupuesto de defensa supera los 886 000 millones de dólares anuales, pero la base industrial se ha atrofiado: no puede producir misiles, obuses ni buques al ritmo requerido por conflictos prolongados. En este escenario, el hemisferio occidental es uno de los pocos teatros donde aún puede exhibir superioridad abrumadora sin costo político interno significativo. Abandonar el Caribe equivaldría a renunciar a la credibilidad de todas sus garantías de seguridad globales.

La Operación Southern Spear prepara además el terreno mediático y psicológico para escenarios más graves. Si las sanciones máximas y la presión financiera no logran el cambio de régimen en Venezuela, o si China decide profundizar su presencia militar en la región (por ejemplo, mediante una base dual en Punta Huetes, Nicaragua, o en Mariel, Cuba), Washington ya ha establecido el precedente visual: puede desplegar en 72 horas el grupo de combate más poderoso del planeta en cualquier punto del Caribe o del Atlántico sur. Esa capacidad de respuesta rápida es el último activo estratégico que le queda para compensar la pérdida de ventajas estructurales en otros teatros.

El materialismo histórico ofrece la clave interpretativa definitiva: las ideas dominantes son siempre las ideas de las clases dominantes, y cuando el poder material que las sustenta se debilita, las superestructuras ideológicas entran en crisis. La narrativa de la “defensa de la democracia” ya no convence ni en Bogotá ni en Brasilia ni en Buenos Aires. Lo que queda es el poder duro, el poder de los cañones electromagnéticos del Gerald R. Ford, de los algoritmos predictivos de Palantir y de la voluntad política de usarlos sin pedir permiso.

La Operación Southern Spear de noviembre de 2025 no es una operación antinarcóticos ni una misión rutinaria de presencia naval. Es la manifestación más cruda de un imperio que reconoce su propia decadencia relativa y recurre al último recurso que aún controla con exclusividad: la capacidad de aparecer, sin aviso y sin oposición posible, con una ciudad flotante armada hasta los dientes en el mar que durante dos siglos consideró suyo por derecho divino geopolítico. El Mare Nostrum Caribeño sigue siendo, por ahora, estadounidense.

Pero cada despliegue como este revela que ya no lo es por consentimiento de los pueblos de la región, sino únicamente por la amenaza creíble de violencia organizada. Y esa es la definición exacta del paso de la hegemonía al dominio puro, del imperio en su apogeo al imperio en su fase terminal.


Referencias

Gramsci, A. (1971). Selections from the prison notebooks. International Publishers.

Mahan, A. T. (1890). The influence of sea power upon history, 1660-1783. Little, Brown and Company.

Spykman, N. J. (1944). The geography of the peace. Harcourt, Brace and Company.

U.S. Southern Command. (2023). Posture statement of General Laura J. Richardson, Commander, United States Southern Command, before the 118th Congress House Armed Services Committee. U.S. Government Printing Office.

Kaplan, R. D. (2012). The revenge of geography: What the map tells us about coming conflicts and the battle against fate. Random House.


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