Entre hogueras, juicios sumarios y el miedo a un diablo omnipresente, Europa vivió una de sus crisis más brutales de control social y violencia legitimada. La caza de brujas no fue un desvarío marginal, sino un proyecto político, religioso y cultural que convirtió la sospecha en sentencia y la diferencia en delito. ¿Cómo una sociedad entera llegó a creer que el mal tenía rostro humano? ¿Y qué revela ese delirio colectivo sobre nuestra propia fragilidad?


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📷 Imagen generada por GPT-4o para El Candelabro. © DR

La caza de brujas: la sanguinaria persecución de demonios en Europa


Durante los siglos XVI y XVII, Europa fue escenario de una de las oleadas más intensas y devastadoras de persecución religiosa y social de la era moderna: la caza de brujas. Estas campañas, que alcanzaron su apogeo entre 1560 y 1630, se desarrollaron en un contexto de profunda inestabilidad política, económica y espiritual, marcado por la Reforma protestante, las guerras de religión y la crisis de autoridad eclesiástica. La creencia de que el diablo operaba activamente en el mundo, reclutando seguidores humanos para subvertir el orden divino, alimentó una paranoia colectiva que legitimó la tortura, el juicio sumario y la ejecución de decenas de miles de personas, en su mayoría mujeres. Este fenómeno no fue una aberración aislada, sino el resultado de una convergencia compleja entre teología, derecho, superstición popular y estructuras patriarcales profundamente arraigadas.

El fundamento doctrinal de la caza de brujas reposaba en una reinterpretación agresiva de la demonología cristiana, especialmente tras la publicación del Malleus Maleficarum en 1486 por los inquisidores Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Aunque inicialmente criticado por la propia Inquisición romana, este manual adquirió popularidad creciente en el siglo XVI, especialmente en regiones protestantes, donde la falta de una autoridad eclesiástica centralizada permitió su difusión sin control. El texto presentaba a las brujas —casi siempre mujeres— como agentes voluntarios del diablo, capaces de causar esterilidad, abortos, tormentas y enfermedades mediante pactos explícitos con Satanás. La brujería se entendía no como superstición inocua, sino como crimen exceptum, un delito tan grave que justificaba la suspensión temporal de las garantías procesales ordinarias, incluyendo la presunción de inocencia y la prohibición de la tortura sin pruebas previas.

La judicialización de lo sobrenatural transformó disputas vecinales cotidianas —por herencias, límites de terrenos o envidias personales— en procesos penales con consecuencias fatales. Una acusación de maleficio podía surgir tras una mala cosecha, la muerte súbita de un animal o la enfermedad de un niño, y una vez iniciada, el mecanismo procesal tendía a autoalimentarse. Bajo tortura, los acusados solían confesar no solo su propia culpabilidad, sino también la de supuestos cómplices, lo que ampliaba exponencialmente el alcance de la investigación. Testimonios espectrales —como afirmar haber asistido al aquelarre o haber copulado con el diablo en forma de macho cabrío— eran aceptados como evidencia, pese a su naturaleza subjetiva y sugestionable. Lo notable es que tanto católicos como protestantes participaron con entusiasmo en estas persecuciones, lo que evidencia que la caza de brujas trascendía las divisiones confesionales y respondía a una mentalidad compartida sobre el orden cósmico y la amenaza de lo oculto.

Las víctimas típicas eran mujeres mayores, solteras, viudas o marginadas socialmente, especialmente aquellas que practicaban curanderismo popular o vivían al margen de las estructuras familiares tradicionales. Sin embargo, también hubo numerosos hombres acusados, sobre todo en regiones como Islandia, Estonia o el norte de Francia. La misoginia estructural jugó un papel crucial: desde San Agustín hasta los teólogos escolásticos, la teología occidental había asociado repetidamente la feminidad con la debilidad espiritual, la sensualidad peligrosa y la proximidad al pecado original. En este marco, la bruja encarnaba la inversa del ideal femenino: no era sumisa, ni fértil dentro del matrimonio, ni obediente a la autoridad eclesiástica. Su supuesta alianza con el diablo simbolizaba una rebelión ontológica contra el diseño divino, y su eliminación, una restauración simbólica del orden moral y natural.

Algunas regiones experimentaron verdaderas oleadas de histeria colectiva, como el caso de los juicios de Trier (1581–1593), donde más de 350 personas fueron ejecutadas, o los de Bamberg (1626–1631), con cerca de 900 víctimas. En el Tirol, en las tierras del obispo-príncipe de Brixen, las persecuciones se intensificaron bajo la dirección del fiscal Christoph Haizmann, cuyos casos inspiraron estudios posteriores sobre posesión y histeria. En Suiza, el valle de Valais fue escenario de una de las primeras oleadas masivas a comienzos del siglo XV. En Escocia, el rey Jacobo VI, futuro Jacobo I de Inglaterra, promovió activamente la caza de brujas tras su experiencia personal con supuestas brujas que intentaron hundir su barco; su tratado Daemonologie (1597) influyó profundamente en la legislación y la práctica judicial británica, incluyendo el célebre juicio de North Berwick.

Es crucial señalar que la Iglesia católica no actuó de forma monolítica. Si bien algunos obispos y dominicos impulsaron las persecuciones, otros, como el inquisidor español Alonso de Salazar Frías, abogaron por el escepticismo y la prueba rigurosa. En 1614, Salazar envió un exhaustivo informe a la Suprema Inquisición de España en el que desmontaba sistemáticamente las acusaciones de aquelarre, señalando la incoherencia de las confesiones, la influencia de la sugestión y la falta de evidencia física. Gracias en parte a su intervención, la Inquisición española adoptó una postura notablemente cautelosa, exigiendo pruebas contundentes y desconfiando de las confesiones obtenidas bajo coacción. Esta actitud contrasta con la de tribunales seculares en el Sacro Imperio Romano Germánico, donde las condenas eran más frecuentes y brutales, precisamente porque no estaban sujetos a la supervisión centralizada de Roma.

La declinación de la caza de brujas fue gradual y multifactorial. A medida que avanzaba el siglo XVII, filósofos como Pierre Bayle y científicos como Robert Boyle comenzaron a cuestionar abiertamente la existencia de pactos diabólicos y la validez de los juicios por brujería. El racionalismo emergente, junto con los avances en medicina y meteorología, ofreció explicaciones naturales para fenómenos antes atribuidos a la magia: la epilepsia, el ergotismo (intoxicación por cornezuelo del centeno), la histeria y las alucinaciones colectivas. Además, el horror acumulado ante el número de ejecuciones —muchas de ellas de personas inocentes— generó una reacción moral y jurídica. En 1682, el parlamento inglés derogó las leyes contra la brujería; en 1736, se abolió formalmente el delito. En el continente, figuras como Christian Thomasius en Alemania publicaron tratados críticos que socavaron los fundamentos teóricos de la persecución, señalando su incompatibilidad con el derecho natural y la justicia penal moderna.

La memoria histórica de la caza de brujas ha sido objeto de reinterpretaciones profundas en los últimos cincuenta años. Antes vista como un episodio de oscurantismo medieval, hoy se entiende como un fenómeno moderno, estrechamente vinculado a la consolidación del Estado, la burocracia judicial y la disciplina social. Los estudios de género han destacado su carácter profundamente patriarcal, mientras que los análisis socioeconómicos han subrayado cómo las crisis —hambrunas, guerras, epidemias— actuaban como catalizadores de la violencia colectiva. Más allá de su dimensión histórica, la caza de brujas sigue siendo una metáfora poderosa para entender los mecanismos de la persecución ideológica, la instrumentalización del miedo y la construcción del “otro” como amenaza existencial. En un mundo donde persisten acusaciones de brujería —especialmente en África y Asia—, recordar este capítulo europeo no es un mero ejercicio académico, sino un imperativo ético para reconocer los peligros de la deshumanización y la justicia selectiva.

Así pues, la caza de brujas en Europa no fue un resabio del Medievo, sino una expresión extrema de la modernidad temprana: una crisis de sentido en la que la teología, el derecho y la política se entrelazaron para producir una violencia sistemática contra los más vulnerables. Su legado nos interpela no solo por la magnitud de su tragedia humana —entre 40 000 y 60 000 ejecuciones documentadas, con cientos de miles de procesados—, sino por la persistente vigencia de sus dinámicas: la búsqueda de chivos expiatorios en tiempos de incertidumbre, la confusión entre disidencia y traición, y la facilidad con que las instituciones pueden sacrificar justicia en nombre de la seguridad moral.

Comprenderla con rigor histórico es, en definitiva, un acto de resistencia contra la repetición de sus errores: un llamado a defender siempre el debido proceso, la duda razonable y la dignidad irreductible de toda persona, incluso —y especialmente— cuando se la presenta como enemiga del orden establecido.


Referencias 

Behringer, W. (2004). Witches and witch-hunts: A global history. Cambridge: Polity Press.

Levack, B. P. (2016). The witch-hunt in early modern Europe (4th ed.). London: Routledge.

Muchembled, R. (1987). La sorcière au village: XVe–XVIIIe siècle. Paris: Gallimard.

Briggs, R. (1996). Witches & neighbours: The social and cultural context of European witchcraft. Oxford: Blackwell.

Monter, E. W. (1976). Witchcraft in France and Switzerland: The borderlands during the Reformation. Ithaca: Cornell University Press.


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