Entre los nombres que moldearon la imaginación popular del siglo XIX, pocos resultan tan influyentes y a la vez tan injustamente olvidados como Manuel Fernández y González, maestro del folletín histórico y artesano incansable de la narrativa seriada. ¿Cómo pudo un autor que definió el gusto de toda una generación caer en la penumbra crítica? ¿Qué revela su trayectoria sobre la relación entre literatura, industria y memoria?
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📷 Imagen generada por GPT-4o para El Candelabro. © DR
Manuel Fernández y González: arquitecto del folletín histórico y figura olvidada del Romanticismo español
Manuel Fernández y González ocupa un lugar paradójico en la historia de la literatura española del siglo XIX: por un lado, fue uno de los escritores más prolíficos y populares de su tiempo, con una producción que supera las trescientas novelas y una influencia decisiva en la consolidación de la novela por entregas en España; por otro, su figura ha sido sistemáticamente marginada por la crítica literaria canónica, que históricamente ha asociado la fecundidad con la falta de profundidad estética. Su obra, sin embargo, no puede reducirse a mero entretenimiento; en ella confluyen las corrientes románticas del historicismo, el costumbrismo y el idealismo social, articuladas bajo una prosa ágil y un dominio innato de la narrativa serializada. Nacido en Sevilla en 1821, en plena efervescencia liberal y romántica posterior al Trienio Constitucional, su infancia en Granada —ciudad que siempre consideró una segunda patria— marcó profundamente su sensibilidad estética y su inclinación por los escenarios medievales y moriscos que nutrirían buena parte de su producción.
La formación intelectual de Fernández y González fue excepcional para su época y contexto: graduado en filosofía y derecho, alternó ambas disciplinas con una precoz vocación literaria que se manifestó ya a los doce años en versos considerados “apreciables” por sus contemporáneos, y a los catorce con la publicación de su primer libro de poesías. Este temprano ejercicio versificador, junto con su formación jurídica y su exposición a las ideas liberales —impulsadas por su padre, capitán de caballería y defensor de la causa progresista—, explica la combinación de retórica clásica, conciencia social y sensibilidad histórica que caracteriza su obra madura. Aunque su producción poética y dramática fue abundante e inicialmente exitosa, particularmente con El bastardo y el rey (1841), fue en la narrativa donde Fernández y González encontró su verdadero cauce expresivo, anticipándose incluso a muchos de sus coetáneos con El doncel de don Pedro de Castilla (1838), una temprana incursión en el género histórico que prefiguraba su futuro dominio del folletín.
La consolidación del mercado editorial en Madrid durante las décadas centrales del siglo XIX creó las condiciones idóneas para que Fernández y González desplegara toda su capacidad narrativa. Tras instalarse en la capital en 1850, inició una actividad frenética que lo convertiría en el máximo exponente de la novela por entregas en España, superando incluso en volumen y regularidad a autores como Francisco Navarro Villoslada o Patricio de la Escosura. Su éxito no se debió únicamente a la cantidad, sino a una notable destreza técnica: supo combinar el ritmo cinematográfico de la acción con descripciones vívidas de ambientes históricos, especialmente de la Edad Media y el Siglo de Oro, siguiendo el modelo de Walter Scott pero adaptado a sensibilidades locales. En obras como Men Rodríguez de Sanabria (1851) o Martín Gil (1854), recrea con minuciosidad arquitectónica y sociológica los escenarios de la Castilla bajomedieval, otorgando verosimilitud a sus tramas mediante un uso eficaz de la documentación histórica, aunque siempre subordinada a la lógica dramática y emocional del relato.
Paralelamente, Fernández y González cultivó con igual intensidad la novela social, influenciado por el humanismo de Víctor Hugo y la sensibilidad progresista que heredara de su entorno familiar. En títulos como Los desheredados (1865) o María (1868), aborda las injusticias de clase con una retórica compasiva que resalta la dignidad de los oprimidos, aunque no siempre evita la idealización maniquea propia del sentimentalismo romántico. Sus personajes marginales —artesanos, campesinos, mendigos, mujeres desvalidas— no son meros decorados, sino sujetos portadores de una moral superior, contrapuestos a la corrupción de las élites. Esta visión, sin duda simplificada, respondía a una estrategia deliberada de identificación emocional con un público lector en expansión, compuesto en gran parte por clases medias urbanas cuyas aspiraciones políticas y culturales se hallaban en plena formación durante el Sexenio Democrático y la Restauración.
La dimensión industrial de su escritura no puede entenderse sin considerar su método de producción colectiva: rodeado de secretarios —entre ellos, un joven Vicente Blasco Ibáñez—, dictaba simultáneamente dos o tres novelas, organizando su trabajo como una verdadera cadena creativa. Esta práctica, común en la Francia de Alejandro Dumas padre, fue innovadora en el contexto editorial español y permitió a Fernández y González mantener una presencia constante en revistas como El Correo Literario o La Ilustración Española y Americana. Su famosa anécdota acerca de las iniciales “M. F. G.” —interpretadas irónicamente como Mentiras fabrico grandes— revela una autoconciencia aguda sobre la naturaleza ficcional y comercial de su arte, lejos del genio solitario y torturado del romanticismo decimonónico. Lejos de ocultar la manufactura de sus textos, celebraba su condición de artesano del entretenimiento, entendido no como frivolidad, sino como servicio social: entretener era educar, conmover y movilizar conciencias.
A pesar de su éxito editorial y sus fabulosas ganancias —que le permitieron una vida fastuosa y cosmopolita, con una notable estancia en París donde fue aclamado tanto en círculos literarios como mundanos—, la trayectoria vital de Fernández y González encarna la fragilidad del reconocimiento literario en una época de rápidos cambios estéticos. Con la llegada del realismo y el naturalismo, su retórica romántica fue tachada de excesiva, su idealismo, de ingenuo, y su productividad, de mercantil. La crítica académica, influida por la estética krausista y luego por la generación del 98, lo relegó al olvido, tildándolo de “fabricante de novelas” sin alma. Paradójicamente, fue precisamente esa productividad —tan denostada— la que aseguró su difusión en América Latina, donde sus novelas circularon ampliamente en ediciones baratas y fueron leídas por generaciones enteras, contribuyendo a la formación del imaginario histórico hispánico en el continente.
Su ocaso personal fue tan dramático como sus propias tramas: abandonado por editores y lectores, vivió sus últimos años en una buhardilla madrileña, en la pobreza y el anonimato, pese a haber enriquecido a numerosos empresarios editoriales y haber sido aclamado en vida como el “rey de la novela por entregas”. La cátedra que el Ateneo de Madrid le ofreció en sus últimos años fue más un gesto simbólico que un reconocimiento efectivo, pero testimonio de que algunos intelectuales aún valoraban su legado pedagógico y cultural. Fernández y González, por su parte, mantuvo hasta el final una actitud de orgullo herido pero digno, devolviendo con desdén el menosprecio crítico que recibió. Su postura no fue de resentimiento, sino de coherencia ideológica: si la literatura debía servir al pueblo, y el pueblo lo había leído con avidez, ¿qué valor tenían los juicios de una élite que despreciaba precisamente a ese pueblo?
Desde una perspectiva contemporánea, la revalorización de la cultura popular y de los estudios sobre el libro y la lectura ha permitido reapreciar su figura con mayor equidad. Fernández y González no fue un simple epígono de Scott o Hugo: fue un mediador cultural esencial en la transición entre el romanticismo tardío y el realismo emergente, un agente de alfabetización emocional y cívica que utilizó el entretenimiento como vehículo de transmisión de valores liberales y humanistas. Sus novelas históricas, lejos de ser meros evasismos, funcionaban como alegorías del presente, donde los conflictos entre reyes y nobles, cristianos y moriscos, o clero y pueblo, resonaban con las luchas contemporáneas por la libertad, la justicia social y la identidad nacional. En este sentido, su obra constituye un archivo invaluable de mentalidades, representaciones colectivas y tensiones ideológicas de la España isabelina y postisabelina.
Además, su dominio del serial —ese formato narrativo fragmentado, suspendido y reanudado periódicamente— anticipa estructuras narrativas propias de los medios audiovisuales contemporáneos. La tensión acumulada al final de cada entrega, el manejo de múltiples subtramas entrecruzadas, la caracterización psicológica mediante la acción más que mediante la introspección: todos estos recursos, hoy habituales en series televisivas o novelas gráficas, fueron perfeccionados por Fernández y González en un contexto editorial que exigía adaptabilidad y empatía con el lector. Su comprensión intuitiva de los mecanismos de la atención y la emoción colectiva lo convierte en un precursor del storytelling moderno, mucho antes de que tal concepto existiera como categoría analítica.
Manuel Fernández y González merece ser rescatado no como curiosidad histórica, sino como figura central en la configuración de la cultura literaria hispánica del siglo XIX. Su obra, vasta y heterogénea, refleja las contradicciones de una época en transición: entre tradición e innovación, entre elitismo y democratización, entre idealismo y pragmatismo. Si bien su estilo puede parecer hoy excesivamente retórico o su moralina algo simplista, su contribución a la popularización de la lectura, a la construcción de un imaginario histórico compartido y a la profesionalización del oficio de escritor fue decisiva. Releerlo hoy no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de justicia histórica y de comprensión más profunda sobre cómo se forja una tradición literaria: no solo con obras canónicas, sino también con aquellas que, escritas para el público, terminan siendo espejos inadvertidos de su tiempo.
Fernández y González no fue un genio solitario, sino un artesano del relato colectivo; y en esa artesanía, tan despreciada como necesaria, reside su verdadero legado.
Referencias
Aguilar Piñal, F. (1991). Historia de la literatura española. Romanticismo y Realismo (1834–1898). Madrid: Espasa-Calpe.
Díaz-Plaja, G. (1976). Historia de la literatura española. El siglo XIX. Barcelona: Salvat Editores.
Escobar, M. (2008). El folletín en España: prensa, literatura y sociedad en el siglo XIX. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Navas Ruiz, R. (1982). El Romanticismo español. Madrid: Cátedra.
Sánchez Barbudo, A. (1967). Historia y antología del Romanticismo español. Barcelona: Ediciones Ariel.
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