Entre las sombras que envuelven la historia moderna, pocas narrativas han perdurado con tanta fuerza como la que atribuye a la masonería la orquestación secreta de la Revolución francesa. Este mito, nacido del miedo y la necesidad de encontrar culpables, ha moldeado imaginarios durante siglos. ¿Qué hay realmente detrás de esta acusación? ¿Hasta qué punto la masonería influyó —o no— en el estallido de 1789?
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La leyenda negra de los masones: ¿organizaron realmente la Revolución francesa?
Desde los primeros albores del movimiento revolucionario en Francia, la masonería fue objeto de acusaciones profundas y persistentes, muchas de ellas cargadas de una retórica conspirativa que aún hoy resuena en ciertos círculos historiográficos y populares. La idea de que los masones habrían orquestado secretamente la Revolución francesa —desde los salones ilustrados hasta las barricadas de París— ha alimentado una leyenda negra que trasciende el ámbito académico y se ha convertido en un tópico recurrente en la literatura antimasónica, los discursos políticos reaccionarios y, más recientemente, en teorías de conspiración viralizadas. Sin embargo, un análisis riguroso de las fuentes históricas, las estructuras organizativas y las trayectorias individuales revela una realidad más matizada y menos espectacular.
La Revolución francesa, como fenómeno complejo y multifacético, no fue fruto de una sola causa ni de un único grupo de actores. Su génesis se halla en la confluencia de factores estructurales: crisis fiscal aguda, desigualdad social crónica, influencia de la Ilustración, creciente poder de la burguesía y deslegitimación progresiva del Antiguo Régimen. En este contexto, la masonería —entendida como una red heterogénea de logias que compartían símbolos, rituales y una ética de tolerancia— sí estuvo presente, pero no como organización unificada ni como actor central. Muchos revolucionarios sí eran masones, pero su militancia masónica no fue el catalizador de sus acciones políticas, sino más bien una expresión paralela de sus ideales ilustrados.
Es crucial distinguir entre la masonería en sentido estricto y otras sociedades filosóficas o políticas que proliferaron a finales del siglo XVIII, como los philalèthes, los philadelphes o el influyente Club de los Jacobinos. Si bien algunos masones participaron en éstas, su pertenencia a una logia no implicaba necesariamente una subordinación a una agenda oculta. Las logias francesas eran espacios de sociabilidad mixta, donde nobles, clérigos, comerciantes y letrados debatían ideas sin necesariamente conspirar contra el trono. La mayoría de las logias operaban con permisos oficiales y rendían cuentas ante autoridades civiles o eclesiásticas, lo que contradice la imagen de una red subterránea coordinada.
Entre los personajes más emblemáticos del periodo revolucionario, la filiación masónica resulta variable y, en algunos casos, incierta. Voltaire fue iniciado tarde en vida, en 1778; Benjamin Franklin, embajador estadounidense en París, presidió una logia en la capital francesa y ejerció indudable influencia cultural, pero su rol político se limitó a la diplomacia transatlántica. Mirabeau y Lafayette, por su parte, eran efectivamente masones activos, y el primero llegó incluso a redactar textos masónicos. No obstante, su actuación en los Estados Generales y en la Asamblea Nacional Constituyente obedeció a sus propios cálculos políticos, no a instrucciones de una supuesta dirección masónica central.
No existía, en efecto, una “Gran Logia” que dictara consignas revolucionarias. La estructura masónica francesa era profundamente descentralizada y fragmentada: logias de obediencia escocesa, francesa, yorkina e incluso de régime rectifié coexistían, a menudo con visiones teológicas y políticas divergentes. Durante la década de 1780, la masonería francesa atravesaba incluso una fase de declive institucional, con logias que perdían afiliados y enfrentaban críticas internas. La Revolución no fue planificada en sus reuniones, sino que las sorprendió tanto como al resto de la sociedad. Numerosas logias cesaron sus actividades en 1789, incapaces de adaptarse al nuevo clima de radicalización política.
Además, la propia Revolución se volvió rápidamente hostil a toda forma de asociación secreta. En 1792, la Asamblea Legislativa prohibió los juramentos ocultos y las sociedades no registradas; en 1793, con el ascenso del Terror jacobino, la masonería fue tildada de elitista y contrarrevolucionaria por muchos sans-culottes y miembros del Comité de Salvación Pública. Varios masones notables —incluidos antiguos líderes revolucionarios— fueron guillotinados sin que su condición masónica los protegiera o los incriminara de modo especial. La logia Les Neuf Sœurs, una de las más prestigiosas de París, se disolvió formalmente en 1792, incapaz de sobrevivir en un entorno donde la transparencia republicana se imponía como dogma político.
La persistencia de la leyenda negra encuentra sus raíces en factores posteriores al evento mismo. Tras el restablecimiento de la monarquía en 1814, los legitimistas y ultrarrealistas buscaron responsables simbólicos de las decapitaciones reales y de la secularización del Estado. La masonería, asociada a la Ilustración y a la tolerancia religiosa, se convirtió en un chivo expiatorio ideal. Autores como Barruel, en sus Memoires pour servir à l’histoire du Jacobinisme (1797), construyeron una genealogía conspirativa que vinculaba a los ilustrados, los masones y los jacobinos en una cadena ininterrumpida de subversión. Esta narrativa, aunque desmentida por la historiografía crítica desde el siglo XIX, gozó de una difusión masiva gracias a su capacidad para simplificar lo complejo y atribuir el caos histórico a una voluntad oculta.
El antisemitismo del siglo XIX incorporó a los masones a una trama aún más abarcadora: la supuesta alianza entre judíos y masones para dominar el mundo —una fantasía que culminó en documentos apócrifos como los Protocolos de los Sabios de Sión. En el caso francés, la masonería republicana del siglo XIX —especialmente tras la fundación del Gran Oriente de Francia en 1804— sí adoptó posturas laicas y progresistas, lo que reforzó su imagen de enemigo del trono y el altar. Pero esto pertenece a una época posterior a la Revolución y no puede retrotraerse para explicar los eventos de 1789–1794.
Desde la perspectiva historiográfica contemporánea, los estudios de André Combes, Margaret Jacob y Charles Porset han desmontado sistemáticamente la tesis conspirativa. Jacob, en particular, ha subrayado que la masonería fue un vehículo de circulación de ideas ilustradas, no un cuartel general revolucionario. Las logias funcionaban como “espacios intermedios” entre lo privado y lo público, donde se debatían conceptos como la soberanía popular o la separación de poderes, pero sin intención de traducirlos directamente en acción colectiva. La Revolución surgió de movilizaciones masivas, crisis institucionales y dinámicas de escalada política imposibles de planificar en un club cerrado.
Es cierto que algunos masones desempeñaron roles relevantes durante la Revolución, pero su actuación no fue coordinada ni obedeció a una estrategia corporativa. La mayoría de los líderes revolucionarios —Robespierre, Danton, Marat, Saint-Just— no eran masones, y los que sí lo eran no actuaron como tales en el ejercicio del poder. El Club de los Jacobinos, principal impulsor de la radicalización política, era una asociación abierta, registrada y sujeta a escrutinio público, muy distinta de una logia masónica. Asimismo, la Constitución de 1791 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano reflejan principios compartidos por muchos ilustrados, masónicos o no, sin contener vestigios específicos de simbolismo masónico.
La idea de una Revolución francesa “masónica” también ignora las profundas divisiones internas dentro de la propia masonería. Mientras algunos hermanos abrazaron el republicanismo, otros se exiliaron con el rey o se opusieron abiertamente a la abolición de la monarquía. La logia Saint-Jean d’Écosse de Marseille, por ejemplo, rechazó en 1790 la propuesta de abolir los títulos nobiliarios dentro de su seno, mostrando una postura conservadora incompatible con el radicalismo revolucionario. Esta pluralidad desmiente la noción de una masonería monolítica y revolucionaria.
En suma, la atribución de la Revolución francesa a una conspiración masónica constituye un mito funcional: útil para la propaganda reaccionaria, para la construcción de identidades antiliberales y, en tiempos recientes, para alimentar narrativas conspirativas que buscan explicar transformaciones sociales abruptas mediante la figura del enemigo oculto. Pero la evidencia histórica no respalda dicha hipótesis. La masonería fue un actor cultural importante en la Francia pre-revolucionaria, sí, pero no un actor político decisivo en la Revolución misma. Su influencia fue indirecta, mediada por la difusión de valores como la razón, la tolerancia y la fraternidad —valores compartidos por numerosos no masones—, no por la ejecución de un plan secreto.
La conclusión más rigurosa, apoyada por décadas de investigación archivística y análisis comparativo, es que la Revolución francesa fue un acontecimiento profundamente democrático en sus orígenes, en el sentido de que emergió de tensiones sociales amplias y movilizaciones populares impredecibles. Reducirla a una maniobra de logias es no solo históricamente inexacto, sino también conceptualmente empobrecedor, pues oculta la agencia de miles de campesinos, artesanos y ciudadanos anónimos que transformaron el curso de la historia francesa y europea. La leyenda negra de los masones persiste, pero su solidez se desvanece ante el examen crítico de los hechos.
Referencias
Combes, A. (1989). Franc-Maçonnerie et Révolution au XVIIIe siècle. Éditions Dervy.
Jacob, M. C. (1981). The Radical Enlightenment: Pantheists, Freemasons and Republicans. Allen & Unwin.
Porset, C. (1996). Les Francs-Maçons et la Révolution française. Éditions L’Harmattan.
Barruel, A. (1797). Mémoires pour servir à l’histoire du Jacobinisme (Tomo I–IV). Imprimerie de F. Levrault.
Lefebvre, G. (1951). La Révolution française. Presses Universitaires de France.
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