Entre las tensiones proféticas del siglo II y la necesidad de una identidad común, el Sínodo de Hierápolis se convirtió en el primer gran laboratorio donde la Iglesia definió cómo discernir la verdad frente a revelaciones que prometían superar la tradición apostólica. ¿Cómo respondió una comunidad sin apóstoles a un movimiento que reivindicaba hablar por Dios? ¿Y qué modelo de autoridad nació de esa confrontación?
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El Sínodo de Hierápolis y el nacimiento de la autoridad conciliar en la Iglesia antigua
En los albores del siglo II, la Iglesia cristiana transitaba una fase crítica de consolidación doctrinal y organizativa tras la desaparición de la generación apostólica. La ausencia física de los apóstoles, testigos directos del ministerio de Jesús, había generado un vacío carismático que algunos movimientos intentaron llenar apelando a nuevas revelaciones. En este contexto emergió el montanismo, una corriente profética liderada por Montano, Prisca y Maximila, que prometía una espiritualidad más intensa, una renovación escatológica inminente y una autoridad mediada directamente por el Espíritu Santo. A diferencia de otros fenómenos marginales de la época, el montanismo no se limitó a pequeños círculos esotéricos, sino que logró una difusión significativa en Frigia y otras regiones del Asia Menor, desafiando abiertamente la autoridad episcopal y la transmisión normativa de la fe. Su éxito radicó, en parte, en una promesa seductora: la posibilidad de acceder a la verdad sin intermediarios institucionales, una especie de democratización carismática del conocimiento divino que resonaba con ciertos anhelos espirituales de la época tardorromana.
La pretensión montanista de poseer revelaciones privadas superiores a la tradición recibida planteó un desafío sin precedentes para la joven Iglesia. No se trataba simplemente de una nueva herejía teológica, sino de un cuestionamiento estructural a la forma misma en que la comunidad cristiana discernía la verdad. Mientras los obispos insistían en la continuidad de la enseñanza apostólica transmitida oralmente y ya en parte fijada en escritos canónicos emergentes, los montanistas afirmaban que el Espíritu ya no hablaba solo a través de los sucesores de los apóstoles, sino directamente a quienes estuvieran dispuestos a recibirlo con radicalidad ascética y profética. Esta dinámica planteaba una disyuntiva fundamental: ¿era la fe cristiana una tradición custodiada comunitariamente, o una experiencia subjetiva constantemente renovada por iluminados individuales? La respuesta de la Iglesia no fue inmediata ni unánime, pero su desarrollo institucional —especialmente en Asia Menor— revela un momento decisivo en la configuración de su conciencia eclesial. El montanismo, en este sentido, actuó como catalizador de una autoridad colegiada que hasta entonces había operado de manera más informal.
Frente a esta crisis, diversos obispos de la región tomaron la iniciativa de reunirse formalmente para examinar y responder colectivamente al fenómeno. Uno de los primeros y más significativos de estos encuentros fue el sínodo de Hierápolis, celebrado probablemente entre los años 165 y 175 d.C., durante el reinado del emperador filósofo Marco Aurelio. Presidido por Apollinaris Claudius, obispo local de sólida formación teológica y conocido por su vigorosa defensa de la ortodoxia, esta asamblea reunió a veintiséis obispos de ciudades vecinas, lo que evidencia un alto grado de coordinación regional y un sentido creciente de responsabilidad compartida. El sínodo no fue una mera consulta pastoral, sino un acto eclesial deliberado, con metodología clara: confrontación de las afirmaciones montanistas con la regula fidei, la regla de fe transmitida desde los orígenes, y evaluación de su coherencia con la práctica litúrgica y moral de las comunidades apostólicas. La conclusión no fue ambigua: se declaró que las profecías de Montano, Prisca y Maximila contradecían la doctrina recibida y se procedió a la excomunión de sus líderes y seguidores.
Este veredicto conciliar posee una relevancia que trasciende el episodio histórico inmediato, pues inaugura un modelo eclesial de discernimiento colectivo que perdurará durante siglos. El método adoptado —reunión de obispos, comparación con la tradición, decisión unánime en nombre de la fe común— anticipa, en escala regional, los futuros concilios ecuménicos. Lo más notable es que dicha autoridad no se fundaba en un poder coercitivo o jurídico, sino en la coherencia comunitaria y la fidelidad al depósito apostólico. La frase de los Hechos de los Apóstoles, “pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros”, utilizada por Apollinaris en sus escritos contra el montanismo, resume con precisión este equilibrio entre acción divina y responsabilidad humana. No se invocaba al Espíritu para justificar una innovación, sino para ratificar una continuidad. A diferencia de los montanistas, que proclamaban posesión exclusiva del Espíritu mediante éxtasis y pronunciamientos apocalípticos, los obispos afirmaban que el Espíritu habita en la Iglesia como cuerpo, no en individuos aislados que se erigen en únicos portavoces de la voluntad divina. Esta distinción es crucial para entender la evolución de la eclesiología cristiana primitiva.
Paralelamente al sínodo de Hierápolis, se celebró otro encuentro conciliar en Anchialos, bajo la presidencia del obispo Sotas, con trece obispos presentes, formando así una primera red de respuesta institucional frente al montanismo. Estos concilios regionales, aunque no tenían fuerza legal universal, sí ejercían una autoridad moral y doctrinal ampliamente reconocida en sus áreas de influencia, y sus decisiones fueron difundidas y acatadas por otras iglesias. La colaboración entre ambas asambleas demuestra que el fenómeno no fue aislado, sino parte de un movimiento más amplio hacia la sinodalidad como respuesta a la fragmentación profética. Este proceso no implicaba una negación del carisma profético en sí mismo —la Iglesia primitiva mantenía cierta apertura a los dones espirituales—, sino una clara subordinación de tales carismas a la estructura comunitaria y a la tradición normativa. El criterio de discernimiento no era la intensidad emocional o la espectacularidad del fenómeno, sino su consonancia con lo que “siempre se ha creído, en todas partes, por todos”, según la célebre fórmula de Vicente de Lerins, formulada siglos después pero ya implícita en estas primeras decisiones conciliares.
Desde una perspectiva histórica, el sínodo de Hierápolis representa un hito en la transición de una Iglesia centrada en figuras carismáticas individuales a una comunidad estructurada por una autoridad colegiada y tradicional. Mientras los grupos gnósticos y otros movimientos rivales proponían vías esotéricas y elitistas hacia la salvación, la Iglesia católica insistía en una verdad pública, transmitida, comprobable y accesible a todos los fieles a través de la predicación, la enseñanza y los sacramentos custodiados por los obispos. Esta opción no implicaba un rechazo a la espiritualidad, sino una redefinición de su lugar dentro del cuerpo eclesial: el Espíritu no divide ni exalta a unos sobre otros, sino que edifica la unidad en la diversidad de dones. El fracaso del montanismo como movimiento unitario —aunque persistió en ciertas regiones durante siglos— no se debió solo a su represión externa, sino a su incapacidad para generar una comunidad estable y coherente más allá del carisma de sus fundadores. En cambio, la respuesta conciliar demostró ser más sostenible porque se apoyaba en redes institucionales, en la memoria compartida y en la práctica litúrgica común.
Es importante señalar que esta consolidación de la autoridad episcopal no fue un proceso autoritario ni centralizado desde Roma, como a veces se ha interpretado. Los sínodos de Hierápolis y Anchialos fueron iniciativas locales, autónomas, pero profundamente en comunión con otras iglesias. La coherencia doctrinal se logró no por imposición jerárquica, sino por convergencia en la interpretación de la tradición apostólica. Este modelo “sinodal” —entendido como deliberación fraternal y responsable— constituye uno de los legados más duraderos del siglo II, y anticipa debates posteriores sobre la relación entre carisma y institución, revelación y tradición, libertad espiritual y orden eclesial. En tiempos contemporáneos, donde proliferan nuevas formas de espiritualidad privatizada y autorreferencial, el ejemplo de estos primeros concilios ofrece una lección de equilibrio: la fe cristiana no es una experiencia puramente interior ni una fórmula inmutable, sino una tradición viva que se custodia en la comunión, se discierne en el diálogo fraterno y se renueva sin romper con sus raíces apostólicas.
En síntesis, el sínodo de Hierápolis no fue un mero episodio de censura dogmática, sino un acto fundacional del método eclesial de discernimiento comunitario. Al condenar el montanismo, los obispos no estaban defendiendo un estatus quo rígido, sino afirmando que la verdad revelada no es propiedad de nadie, ni siquiera de los que afirman poseer revelaciones extraordinarias. La autoridad en la Iglesia no reside en la intensidad del éxtasis, sino en la fidelidad a la memoria de Cristo transmitida por los apóstoles y custodiada por sus sucesores en comunión. Este principio, afirmado con valentía en medio de la persecución y la incertidumbre, sentó las bases para la futura estructura conciliar de la Iglesia, desde Nicea hasta el Vaticano II. La lección histórica es clara: frente a las tentaciones del iluminismo espiritual y el individualismo religioso, la Iglesia encontró su camino no en el silencio, ni en la represión unilateral, sino en la deliberación fraterna, el recurso a la tradición y la proclamación unánime de la fe común.
En ese sentido, Hierápolis sigue siendo un referente obligado para comprender cómo la Iglesia aprendió, desde muy temprano, a “respirar con dos pulmones”: el carisma y la institución, el Espíritu y la comunidad.
Referencias
Barnes, T. D. (1982). Tertullian: A Historical and Literary Study. Oxford University Press.
Tabbernee, W. (1997). Montanist Inscriptions and Testimonia: Epigraphic Sources Illustrating the History of Montanism. Mercer University Press.
Eusebius of Caesarea. (1926). Ecclesiastical History, Books I–V (K. Lake, Trans.). Harvard University Press.
Heine, R. E. (1987). The Montanist Oracles and Testimonia. Mercer University Press.
Aune, D. E. (1983). Prophecy in Early Christianity and the Ancient Mediterranean World. William B. Eerdmans Publishing Company.
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