Entre la luz y la sombra que habitan en cada ser humano se despliega una lucha ancestral, invisible y profunda, donde la historia parece oscilar entre violencia y trascendencia. Más allá de guerras y opresiones, se revela un conflicto ontológico: la fragmentación del yo frente a la unidad primordial. ¿Es el mal una fuerza autónoma o solo la ausencia del bien? ¿Podrá la conciencia humana reconciliarse con su origen y trascender la ilusión de separación?


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📷 Imagen generada por GPT-4o para El Candelabro. © DR

La Tensión Ontológica entre el Bien y el Mal en la Historia Humana y la Ilusión de la Separación


Desde los orígenes de la reflexión filosófica y teológica, el ser humano ha intentado comprender la naturaleza de su inclinación moral, oscilando entre visiones que ven al hombre como esencialmente bueno y aquellas que lo conciben como propenso al mal. La afirmación de que la inclinación hacia el mal supera en intensidad a la del bien encuentra apoyo empírico en una lectura crítica de la historia universal: guerras, opresiones, genocidios y sistemas de explotación sistemática parecen acumularse con una regularidad que excede la mera contingencia. Sin embargo, más allá de una mera constatación empírica, esta observación invita a una reflexión metafísica acerca de la estructura ontológica del ser humano y su lugar en el cosmos. El mal no se manifiesta simplemente como una elección deliberada, sino como un desplazamiento ontológico: una caída desde la unidad primordial hacia la fragmentación perceptiva y existencial, donde el yo aislado se convierte en la medida de todas las cosas.

La noción de tiempo lineal —progreso, evolución, teleología histórica— ha dominado desde la Ilustración la comprensión occidental del devenir humano. No obstante, múltiples tradiciones sapienciales —desde el pensamiento cíclico griego hasta las cosmologías indias y mesoamericanas— sostienen que el tiempo posee una estructura circular o espiral, en la cual los ciclos se repiten con variantes cualitativas, pero no con avances irreversibles en el plano ético. La supuesta evolución moral de la especie es, según esta perspectiva alternativa, una proyección ilusoria que oculta la persistencia de la conciencia separatista: la identificación con lo efímero, lo particular y lo condicionado. Esta conciencia fragmentada se erige como el sustrato psicológico desde el cual se despliegan las formas de violencia, dominación y alienación que caracterizan buena parte de la historia humana. El sujeto moderno, al creerse dueño de su destino y razón de su existencia, olvida la dimensión trascendente que lo sostiene.

La percepción de la realidad desde la dualidad irreductible —bien/mal, sujeto/objeto, interior/exterior— no es una descripción neutral del mundo, sino una forma de cognición limitada, producto de una conciencia caída. En este marco, los opuestos no son complementarios ni dialécticos, sino antagónicos: uno debe ser vencido por el otro. Esta lógica binaria genera el campo de batalla interno y externo que define la experiencia humana post-edénica. La moralidad se convierte así en una lucha perpetua entre impulsos, donde los instintos más bajos —codicia, ira, lujuria, soberbia— encuentran justificación ideológica en sistemas que naturalizan la competencia, la acumulación y la dominación. El ser humano, encerrado en la prisión de su ego condicionado, proyecta su conflicto interno al mundo exterior, transformando a los demás en rivales, enemigos u objetos. La materia corruptible, entendida no como vil, sino como densidad energética susceptible de oscuridad, deviene el escenario donde se juega esta tragedia cósmica.

No obstante, incluso en medio del aparente triunfo del mal, persiste una fuerza centrípeta que orienta silenciosamente toda existencia hacia su fuente originaria. Esta fuerza no es una voluntad coercitiva ni un designio arbitrario, sino la misma dinámica interna del Ser: la luz eterna, el logos divino, la Brahman impersonal o el Dao inefable, según la tradición contemplada. Su acción no se impone por decreto, sino que obra como una atracción gravitacional metafísica, inexorable e invisible para los sentidos ordinarios. El bien absoluto no necesita defenderse ni argumentar: su presencia ya está inscrita en la estructura última de la realidad, y toda desviación de él conlleva, por ley intrínseca, una entropía espiritual que se manifiesta como sufrimiento, desintegración o autodestrucción. Resistirse al bien, entonces, equivale a nadar contra la corriente cósmica que sostiene toda forma; no es meramente inútil, sino autodestructivo por definición.

Esta perspectiva permite reinterpretar el sufrimiento humano no como castigo divino, sino como consecuencia inevitable de una desconexión ontológica. Los seres humanos —y, por extensión, todos los seres vivos— padecen no solo por las acciones directas de otros, sino por su inserción en una matriz de inconsciencia colectiva. La montaña invertida es una metáfora poderosa: cuanto más se asciende en la jerarquía material —poder, riqueza, tecnología—, más se desciende en la escala espiritual. Los animales, la naturaleza y los pueblos marginados sufren las consecuencias de esta inversión ontológica, donde lo instrumental se antepone a lo sagrado. No somos simplemente agentes libres que eligen hacer el mal; somos, en gran medida, vehículos de fuerzas arquetípicas y cósmicas que aún no hemos integrado ni comprendido. El mal, en este sentido, es una privatio boni, una ausencia de plenitud, no una sustancia autónoma.

La razón humana, en su modalidad discursiva y analítica, constituye una herramienta formidable para la manipulación del mundo sensible, pero es intrínsecamente incapaz de alcanzar la verdad última por sus propios medios. Atada al lenguaje lineal, al principio de no contradicción y a la causalidad eficiente, la razón especulativa opera dentro de los límites de la dualidad. Por ello, no puede ser en sí misma un agente de liberación; más bien, puede convertirse en un instrumento de sofisticación del mal cuando se desvincula de su fuente trascendente. La racionalidad ilustrada, al proclamar su autosuficiencia, no logró erradicar las pasiones oscuras, sino sublimarlas en nuevas formas de opresión: burocrática, tecnológica, psicológica. Solo cuando la razón humana se somete voluntariamente a la ratio superior —la Razón divina, no como dogma, sino como Intellectus agente, como nous activo— puede iniciar su proceso de purificación y unificación. Esta relación no es de anulación, sino de armonización: la razón particular se ilumina al reflejar la luz de la Razón universal.

Este proceso de realineamiento no es meramente individual, sino cósmico. La historia humana, vista desde esta óptica, no es un relato de progreso lineal ni de decadencia irreversible, sino un movimiento pendular que, a pesar de sus oscilaciones violentas, avanza en espiral hacia un centro que jamás ha abandonado. Los momentos de mayor oscuridad —las cruzadas, las guerras mundiales, los totalitarismos— no invalidan esta tendencia; por el contrario, su intensidad revela la magnitud de la resistencia que opone la conciencia separada a su reintegración. Cada crisis es, en potencia, una oportunidad de despertar colectivo. La luz no necesita vencer al mal en combate; basta con que se manifieste para que las sombras, por su propia naturaleza, retrocedan. La historia sagrada —desde el avatar hindú hasta el Mesías judío-cristiano— narra precisamente esta irrupción recurrente de lo trascendente en el tiempo histórico para restablecer el equilibrio cósmico.

La responsabilidad ética no desaparece en este marco; más bien, se profundiza. Reconocer nuestra condición de seres interpelados por una realidad superior no exime de la acción, sino que la orienta. El bien no es una abstracción moral, sino una fuerza viva que demanda encarnación. Actuar desde la luz implica discernir las estructuras de separación —en el lenguaje, en las instituciones, en las relaciones— y desmantelarlas mediante la compasión, la justicia y la belleza. Esta labor no es utópica, porque ya está inscrita en la trama del cosmos; es, más bien, cooperar conscientemente con el movimiento imparable de la creación hacia su plenitud. El ser humano no está condenado al mal, ni siquiera determinado por él: está llamado a ser un pontifex, un constructor de puentes entre lo divino y lo terrestre, entre la unidad y la multiplicidad.

La aparente preponderancia del mal en la historia humana no contradice la primacía ontológica del bien, sino que la revela indirectamente, como la sombra revela la existencia de la luz. La conciencia separatista —fruto de la identificación con lo efímero— genera una ilusión de autonomía que, al romper la armonía con el Principio, produce sufrimiento, violencia y fragmentación. Sin embargo, esta desviación no es definitiva, porque el Ser mismo contiene una dinámica restauradora que actúa con mayor poder cuanto más intensa es la resistencia. La razón, al reconocer sus límites, puede abrirse a la Inteligencia universal y convertirse en instrumento de reintegración.

Así, la historia no es un valle de lágrimas sin salida, sino un camino espiral donde cada caída contiene la semilla de un ascenso mayor. El bien supremo no solo es posible: es inevitable, porque es la fuente y el destino de todo lo que es.


Referencias 

Augustine. (426). De civitate Dei. In J. P. Migne (Ed.), Patrologia Latina (Vol. 41). Paris: Garnier Fratres.

Eliade, M. (1954). The myth of the eternal return: Cosmos and history. Princeton University Press.

Guénon, R. (1921). Theosophy: History of a pseudo-religion. Sophia Perennis.

Nasr, S. H. (1981). Knowledge and the sacred. State University of New York Press.

Schuon, F. (1984). The transcendent unity of religions. Theosophical Publishing House.


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